martes, octubre 26, 2010

Isabel de Hungría, la princesa entre los pobres

Isabel de Hungría, la princesa entre los pobres
En la figura de santa Isabel vemos cómo la fe, la amistad con Cristo crean el sentido de la justicia, de la igualdad de todos, de los derechos de los demás y crean el amor, la caridad.

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 20 de octubre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa Benedicto XVI pronunció hoy durante la Audiencia General, ante los miles de peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro.
Queridos hermanos y hermanas

hoy quisiera hablaros de una de las mujeres de la Edad Media que suscitó mayor admiración; se trata de santa Isabel de Hungría, llamada también Isabel de Turingia. Nació en 1207 en Hungría. Los historiadores discuten dónde. Su padre era Andrés II, rico y poderoso rey de Hungría, el cual, para reforzar sus vínculos políticos, se había casado con la condesa alemana Gertrudis de Andechs-Merania, hermana de santa Eduvigis, la cual era esposa del duque de Silesia. Isabel vivió en la Corte húngara sólo los primeros cuatro años de su infancia, junto a una hermana y tres hermanos. Le gustaba el juego, la música y la danza; recitaba con fidelidad sus oraciones y mostraba atención particular hacia los pobres, a quienes ayudaba con una buena palabra o con un gesto afectuoso.
Su infancia feliz fue bruscamente interrumpida cuando, desde la lejana Turingia, llegaron unos caballeros para llevarla a su nueva sede en Alemania central. Según las costumbres de aquel tiempo, de hecho, su padre había establecido que Isabel se convirtiera en princesa de Turingia. El landgrave o conde de aquella región era uno de los soberanos más ricos e influyentes de Europa a principios del siglo XIII, y su castillo era centro de magnificencia y de cultura. Pero detrás de las fiestas y de la gloria aparente se escondían las ambiciones de los príncipes feudales, a menudo en guerra entre ellos y en conflicto con las autoridades reales e imperiales. En este contexto, el landgrave Hermann acogió de buen grado el noviazgo entre su hijo Ludovico y la princesa húngara. Isabel partió de su patria con una rica dote y un gran séquito, incluyendo sus doncellas personales, dos de las cuales permanecerán amigas fieles hasta el final. Son ellas las que han dejado preciosas informaciones sobre la infancia y sobre la vida de la Santa.
Tras un largo viaje llegaron a Eisenach, para subir después a la fortaleza de Wartburg, el macizo castillo sobre la ciudad. Aquí se celebró el compromiso entre Ludovico e Isabel. En los años sucesivos, mientras Ludovico aprendía el oficio de caballero, Isabel y sus compañeras estudiaban alemán, francés, latín, música, literatura y bordado. A pesar del hecho de que el compromiso se hubiese decidido por motivos políticos, entre ambos jóvenes nació un amor sincero, animado por la fe y por el deseo de hacer la voluntad de Dios. A la edad de 18 años, Ludovico, tras la muerte de su padre, comenzó a reinar sobre Turingia. Pero Isabel se convirtió en objeto de silenciosas críticas, porque su modo de comportarse no correspondía a la vida de la corte. Así también la celebración del matrimonio no fue fastuosa, y los gastos del banquete fueron devueltos en parte a los pobres. En su profunda sensibilidad Isabel veía las contradicciones entre la fe profesada y la práctica cristiana. No soportaba los compromisos. Una vez, entrando en la iglesia en la fiesta de la Asunción, se quitó la corona, la depositó ante la cruz y permaneció postrada en el suelo con el rostro cubierto. Cuando una monja la desaprobó por ese gesto, ella respondió: “¿Cómo puedo yo, criatura miserable, seguir llevando una corona de dignidad terrena, cuando veo a mu Rey Jesucristo coronado de espinas?”. Como se comportaba ante Dios, de la misma forma se comportaba con sus súbditos. Entre los Dichos de las cuatro doncellas encontramos este testimonio: “No consumía alimentos si antes no estaba segura de que procedieran de las propiedades y de los bienes legítimos de su marido. Mientras se abstenía de los bienes procurados ilícitamente, se preocupaba también por resarcir a aquellos que hubiesen sufrido violencia” (nn. 25 y 37). Un verdadero ejemplo para todos aquellos que desempeñan cargos: el ejercicio de la autoridad, a todo nivel, debe vivirse como servicio a la justicia y a la caridad, en la búsqueda constante del bien común.
Isabel practicaba asiduamente las obras de misericordia: daba de beber y de comer a quien llamaba a su puerta, procuraba vestidos, pagaba las deudas, cuidaba enfermos y sepultaba a los muertos. Bajando de su castillo, se dirigía a menudo con sus doncellas a las casas de los pobres, llevando pan, carne, harina y otros alimentos. Entregaba los alimentos personalmente y controlaba con atención los vestidos y los lechos de los pobres. Este comportamiento fue referido a su marido, el cual no sólo no se disgustó, sino que respondió a sus acusadores: “¡Mientras que no venga el castillo, estoy contento!”. En este contexto se coloca el milagro de pan transformado en rosas: mientras Isabel iba por la calle con su delantal lleno de pan para los pobres, se encontró con el marido, que le preguntó qué estaba llevando. Ella abrió el delantal y, en lugar del pan, aparecieron magníficas rosas. Este símbolo de caridad está presente muchas veces en las representaciones de santa Isabel.
El suyo fue un matrimonio profundamente feliz: Isabel ayudaba a su esposo a elevar sus cualidades humanas a nivel sobrenatural, y él, a cambio, protegía a su mujer en su generosidad hacia los pobres y en sus prácticas religiosas. Cada vez más admirado por la gran fe de su esposa, Ludovico, refiriéndose a su atención hacia los pobres, le dijo: “Querida Isabel, es a Cristo a quien has lavado, alimentado y cuidado”. Un claro testimonio de cómo la fe y el amor hacia Dios y hacia el prójimo refuerzan y hacen aún más profunda la unión matrimonial.
La joven pareja encontró apoyo espiritual en los Frailes Menores que, desde 1222, se difundieron en Turingia. Entre ellos Isabel eligió a fray Ruggero (Rüdiger) como director espiritual. Cuando él le narró las circunstancias de la conversión del joven y rico mercader Francisco de Asís, Isabel se entusiasmó aún más en su camino de vida cristiana. Desde aquel momento, se decidió aún más a seguir a Cristo pobre y crucificado, presente en los pobres. Incluso cuando nació su primer hijo, seguido de otros dos, nuestra Santa no descuidó nunca sus obras de caridad. Ayudó además a los Frailes Menores a construir en Halberstadt un convento, del que fray Ruggero se convirtió en superior. La dirección espiritual de Isabel pasó, así, a Conrado de Marburgo.
Una dura prueba fue el adiós al marido, a finales de junio de 1227, cuando Ludovico IV se asoció a la cruzada del emperador Federico II, recordando a su esposa que esa era una tradición para los soberanos de Turingia. Isabel respondió: “No te retendré. Me dí toda entera a Dios y ahora debo darte también a ti”. Sin embargo, la fiebre diezmó las tropas y Ludovico mismo cayó enfermo y murió en Otranto, antes de embarcar, en septiembre de 1227, a la edad de veintisiete años. Isabel, al saber la noticia, tuvo tal dolor que se retiró en soledad, pero después, fortificada por la oración y consolada por la esperanza de volver a verle en el Cielo, volvió a interesarse en los asuntos del reino. La esperaba, sin embargo, otra prueba: su cuñado usurpó el gobierno de Turingia, declarándose verdadero heredero de Ludovico y acusando a Isabel de ser una mujer piadosa incompetente para gobernar. La joven viuda, con sus tres hijos, fue expulsada del castillo de Wartburg y se puso a la búsqueda de un lugar donde refugiarse. Solo dos de sus doncellas permanecieron junto a ella, la acompañaron y confiaron a los tres niños a los cuidados de amigos de Ludovico. Peregrinando por los pueblos, Isabel trabajaba allí donde se la acogía, asistía a los enfermos, hilaba y cosía. Durante este calvario, soportado con gran fe, con paciencia y dedicación a Dios, algunos parientes, que le habían permanecido fieles y consideraban ilegítimo el gobierno de su cuñado, rehabilitaron su nombre. Así Isabel, a principios de 1228, pudo recibir una renta apropiada para retirarse al castillo familiar en Marburgo, donde vivía también su director espiritual fray Conrado. Fue él quien refirió al papa Gregorio IX el siguiente hecho: el viernes santo de 1228, puestas las manos sobre el altar en la capilla de su ciudad Eisenach, donde había acogido a los Frailes Menores, en presencia de algunos frailes y familiares, Isabel renunció a su propia voluntad y a todas las vanidades del mundo. Ella quería renunciar a todas sus posesiones, pero yo la disuadí por amor a los pobres. Poco después construyó un hospital, recogió a enfermos e inválidos y sirvió en su propia mesa a los más miserables y los más abandonados. Habiéndola yo reñido por estas cosas, Isabel respondió que de los pobres recibía una especial gracia y humildad” (Epistula magistri Conradi, 14-17).
Podemos ver en esta afirmación una cierta experiencia mística parecida a la vivida por san Francisco: el Pobrecillo de Asís declaró, de hecho, en su testamento que, sirviendo a los leprosos, lo que antes era amargo se le cambió en dulzura del alma y del cuerpo (Testamentum, 1-3). Isabel transcurrió sus últimos tres años en el hospital fundado por ella, sirviendo a los enfermos, velando con los moribundos. Intentaba siempre llevar a cabo los servicios más humildes y los trabajos repugnantes. Ella se convirtió en lo que podríamos llamar una mujer consagrada en medio del mundo (soror in saeculo) y formó, con otras amigas suyas, vestidas en hábito gris, una comunidad religiosa. No es casualidad que sea patrona de la Orden Terciaria Regular de san Francisco y de la Orden Franciscana Seglar.
En noviembre de 1231 fue afectada por fuertes fiebres. Cuando la noticia de su enfermedad se propagó, muchísima gente acudió a verla. Tras unos diez días, pidió que se cerraran las puertas, para quedarse a solas con Dios. En la noche del 17 de noviembre se durmió dulcemente en el Señor. Los testimonios sobre su santidad fueron tantos y tales que, sólo cuatro años más tarde, el papa Gregorio IX la proclamó Santa y, en el mismo año, se consagró la hermosa iglesia construida en su honor en Marburgo.
Queridos hermanos y hermanas, en la figura de santa Isabel vemos cómo la fe, la amistad con Cristo crean el sentido de la justicia, de la igualdad de todos, de los derechos de los demás y crean el amor, la caridad. Y de esta caridad nace la esperanza, la certeza de que somos amados por Cristo y de que el amor de Cristo nos espera y nos hace así capaces de imitar a Cristo y de ver a Cristo en los demás. Santa Isabel nos invita a redescubrir a Cristo, a amarlo, a tener fe y así a encontrar la verdadera justicia y el amor, como también la alegría de que un día estaremos inmersos en el amor divino, en el gozo de la eternidad con Dios. Gracias.
[En español dijo]

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los miembros de la Cofradía escolapia del Santísimo Cristo de la Expiración y María Santísima del mayor dolor, de Granada; a los fieles de Alcobendas, a los Oficiales del curso de Estado Mayor de la Academia Aérea de Ecuador, así como a los demás grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Que la figura de Santa Isabel de Hungría, modelo de caridad, nos inspire también a nosotros a un amor intenso hacia Dios y hacia el prójimo.
fuente: Zenit

sábado, junio 26, 2010

San Josemaría Escrivá de Balaguer, presbítero y fundador

San Josemaría Escrivá de Balaguer, presbítero y fundador
fecha: 26 de junio
n.: 1902 - †: 1975 - país: España
En Roma, san Josemaría Escrivá de Balaguer, presbítero, fundador del Opus Dei y de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.

Josemaría Escrivá de Balaguer nace en Barbastro (España), el 9 de enero de 1902, segundo de los seis hijos que tuvieron José Escrivá y María Dolores Albás. Sus padres, fervientes católicos, le llevaron a la pila bautismal el día 13 del mismo mes y año, y le transmitieron -en primer lugar, con su vida ejemplar- los fundamentos de la fe y las virtudes cristianas: el amor a la Confesión y a la Comunión frecuentes, el recurso confiado a la oración, la devoción a la Virgen Santísima, la ayuda a los más necesitados.

El San Josemaría crece como un niño alegre, despierto y sencillo, travieso, buen estudiante, inteligente y observador. Tenía mucho cariño a su madre y una gran confianza y amistad con su padre, quien le invitaba a que con libertad le abriese el corazón y le contase sus preocupaciones, estando siempre disponible para responder a sus consultas con afecto y prudencia. Muy pronto, el Señor comienza a templar su alma en la forja del dolor: entre 1910 y 1913 mueren sus tres hermanas más pequeñas, y en 1914 la familia experimenta, además, la ruina económica. En 1915, los Escrivá se trasladan a Logroño, donde el padre ha encontrado un empleo que le permitirá sostener modestamente a los suyos.

En el invierno de 1917-18 tiene lugar un hecho que influirá decisivamente en el futuro de Josemaría Escrivá: durante las Navidades, cae una intensa nevada sobre la ciudad, y un día ve en el suelo las huellas heladas de unos pies sobre la nieve; son las pisadas de un religioso carmelita que caminaba descalzo. Entonces, se pregunta: -Si otros hacen tantos sacrificios por Dios y por el prójimo, ¿no voy a ser yo capaz de ofrecerle algo? De este modo, surge en su alma una inquietud divina: Comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor. Sin saber aún con precisión qué le pide el Señor, decide hacerse sacerdote, porque piensa que de ese modo estará más disponible para cumplir la voluntad divina.

Terminado el Bachillerato, comienza los estudios eclesiásticos en el Seminario de Logroño y, en 1920, se incorpora al de Zaragoza, en cuya Universidad Pontificia completará su formación previa al sacerdocio. En la capital aragonesa cursa también -por sugerencia de su padre y con permiso de los superiores eclesiásticos- la carrera universitaria de Derecho. Su carácter generoso y alegre, su sencillez y serenidad hacen que sea muy querido entre sus compañeros. Su esmero en la vida de piedad, en la disciplina y en el estudio sirve de ejemplo a todos los seminaristas, y en 1922, cuando sólo tenía veinte años, el Arzobispo de Zaragoza le nombra Inspector del Seminario.

Durante aquel periodo transcurre muchas horas rezando ante el Señor Sacramentado -enraizando hondamente su vida interior en la Eucaristía- y acude diariamente a la Basílica del Pilar, para pedir a la Virgen que Dios le muestre qué quiere de él: Desde que sentí aquellos barruntos de amor de Dios -afirmaba el 2 de octubre de 1968-, dentro de mi poquedad busqué realizar lo que El esperaba de este pobre instrumento. (...) Y, entre aquellas ansias, rezaba, rezaba, rezaba en oración continua. No cesaba de repetir: Domine, ut sit!, Domine, ut videam!, como el pobrecito del Evangelio, que clama porque Dios lo puede todo. ¡Señor, que vea! ¡Señor, que sea! Y también repetía, (...) lleno de confianza hacia mi Madre del Cielo: Domina, ut sit!, Domina, ut videam! La Santísima Virgen siempre me ha ayudado a descubrir los deseos de su Hijo.

El 27 de noviembre de 1924 fallece don José Escrivá, víctima de un síncope repentino. El 28 de marzo de 1925, Josemaría es ordenado sacerdote por Mons. Miguel de los Santos Díaz Gómara, en la iglesia del Seminario de San Carlos de Zaragoza, y dos días después celebra su primera Misa solemne en la Santa Capilla de la Basílica del Pilar; el 31 de ese mismo mes, se traslada a Perdiguera, un pequeño pueblo de campesinos, donde ha sido nombrado regente auxiliar en la parroquia.

El 2 de octubre de 1928 nace el Opus Dei. San Josemaría está realizando unos días de retiro espiritual, y mientras medita los apuntes de las mociones interiores recibidas de Dios en los últimos años, de repente ve -es el término con que describirá siempre la experiencia fundacional- la misión que el Señor quiere confiarle: abrir en la Iglesia un nuevo camino vocacional, dirigido a difundir la búsqueda de la santidad y la realización del apostolado mediante la santificación del trabajo ordinario en medio del mundo sin cambiar de estado. Pocos meses después, el 14 de febrero de 1930, el Señor le hace entender que el Opus Dei debe extenderse también entre las mujeres.

Desde este momento, San Josemaría se entrega en cuerpo y alma al cumplimiento de su misión fundacional: promover entre hombres y mujeres de todos los ámbitos de la sociedad un compromiso personal de seguimiento de Cristo, de amor al prójimo, de búsqueda de la santidad en la vida cotidiana. No se considera un innovador ni un reformador, pues está convencido de que Jesucristo es la eterna novedad y de que el Espíritu Santo rejuvenece continuamente la Iglesia, a cuyo servicio ha suscitado Dios el Opus Dei. Sabedor de que la tarea que le ha sido encomendada es de carácter sobrenatural, hunde los cimientos de su labor en la oración, en la penitencia, en la conciencia gozosa de la filiación divina, en el trabajo infatigable. Comienzan a seguirle personas de todas las condiciones sociales y, en particular, grupos de universitarios, en quienes despierta un afán sincero de servir a sus hermanos los hombres, encendiéndolos en el deseo de poner a Cristo en la entraña de todas las actividades humanas mediante un trabajo santificado, santificante y santificador. Éste es el fin que asignará a las iniciativas de los fieles del Opus Dei: elevar hacia Dios, con la ayuda de la gracia, cada una de las realidades creadas, para que Cristo reine en todos y en todo; conocer a Jesucristo; hacerlo conocer; llevarlo a todos los sitios. Se comprende así que pudiera exclamar: Se han abierto los caminos divinos de la tierra.

El Opus Dei está dando sus primeros pasos cuando, en 1936, estalla la guerra civil española. En Madrid arrecia la violencia antirreligiosa, pero don Josemaría, a pesar de los riesgos, se prodiga heroicamente en la oración, en la penitencia y en el apostolado. Es una época de sufrimiento para la Iglesia; pero también son años de crecimiento espiritual y apostólico y de fortalecimiento de la esperanza. En 1939, terminado el conflicto, el Fundador del Opus Dei puede dar nuevo impulso a su labor apostólica por toda la geografía peninsular, y moviliza especialmente a muchos jóvenes universitarios para que lleven a Cristo a todos los ambientes y descubran la grandeza de su vocación cristiana. Al mismo tiempo se extiende su fama de santidad: muchos Obispos le invitan a predicar cursos de retiro al clero y a los laicos de las organizaciones católicas. Análogas peticiones le llegan de los superiores de diversas órdenes religiosas, y él accede siempre.

En 1943, por una nueva gracia fundacional que recibe durante la celebración de la Misa, nace -dentro del Opus Dei- la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, en la que se podrán incardinar los sacerdotes que proceden de los fieles laicos del Opus Dei. La plena pertenencia de fieles laicos y de sacerdotes al Opus Dei, así como la orgánica cooperación de unos y otros en sus apostolados, es un rasgo propio del carisma fundacional, que la Iglesia ha confirmado en 1982, al determinar su definitiva configuración jurídica como Prelatura personal. El 25 de junio de 1944 tres ingenieros -entre ellos Álvaro del Portillo, futuro sucesor del Fundador en la dirección del Opus Dei- reciben la ordenación sacerdotal. En lo sucesivo, serán casi un millar los laicos del Opus Dei que San Josemaría llevará al sacerdocio.

Apenas vislumbró el fin de la guerra mundial, San Josemaría comienza a preparar el trabajo apostólico en otros países, porque -insistía- quiere Jesús su Obra desde el primer momento con entraña universal, católica. En 1946 se traslada a Roma, con el fin de preparar el reconocimiento pontificio del Opus Dei. El 24 de febrero de 1947, Pío XII concede el decretum laudis; y el 16 de junio de 1950, la aprobación definitiva. A partir de esta fecha, también pueden ser admitidos como Cooperadores del Opus Dei hombres y mujeres no católicos y aun no cristianos, que ayuden con su trabajo, su limosna y su oración a las labores apostólicas.

Estaba profundamente convencido de que para alcanzar la santidad en el trabajo cotidiano, es preciso esforzarse para ser alma de oración, alma de profunda vida interior. Cuando se vive de este modo, todo es oración, todo puede y debe llevarnos a Dios, alimentando ese trato continuo con Él, de la mañana a la noche. Todo trabajo puede ser oración, y todo trabajo, que es oración, es apostolado.

La raíz de la prodigiosa fecundidad de su ministerio se encuentra precisamente en la ardiente vida interior que hace dSan Josemaría un contemplativo en medio del mundo: una vida interior alimentada por la oración y los sacramentos, que se manifiesta en el amor apasionado a la Eucaristía, en la profundidad con que vive la Misa como el centro y la raíz de su propia vida, en la tierna devoción a la Virgen María, a San José y a los Ángeles Custodios; en la fidelidad a la Iglesia y al Papa.

El 26 de junio de 1975, a mediodía, San Josemaría muere en su habitación de trabajo, a consecuencia de un paro cardiaco, a los pies de un cuadro de la Santísima Virgen a la que dirige su última mirada. Las obras de espiritualidad de Mons. Escrivá de Balaguer (Camino, Santo Rosario, Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, Amigos de Dios, La Iglesia, nuestra Madre, Via Crucis, Surco, Forja) se han difundido en millones de ejemplares.

fuente: Vaticano

viernes, junio 25, 2010

San Guillermo de Vercelli, abad

San Guillermo de Vercelli, abad
fecha: 25 de junio
n.: 1085 - †: 1142 - país: Italia
En Goleto, cerca de Nusco, en la Campania, san Guillermo, abad, el cual, nacido en Vercelli, se hizo peregrino y pobre por amor a Cristo, y, aconsejado por san Juan de Matera, fundó el monasterio de Montevergine, en el que reunió a unos monjes a los que impartió una profunda doctrina espiritual, y también otros diversos monasterios, tanto masculinos como femeninos, en varias regiones de la Italia meridional.

El fundador de la congregación religiosa conocida con el nombre de Ermitaños de Monte Vergine, nació en Vercelli, en 1085, de una familia piamontesa. Tras la muerte de sus padres, a los que perdió cuando era un niño, vivió con algunos familiares hasta la edad de catorce años, cuando abandonó su casa y, como un pobre peregrino, caminó hasta Santiago de Compostela, en España. No satisfecho con las penalidades que significaba una caminata tan larga, se cinchó con dos aros de hierro la cintura, como penitencia. No se sabe a ciencia cierta cuánto tiempo permaneció Guillermo en España y no volvemos a saber de él hasta el año de 1106, cuando se encontraba en Melfi, en la Basilicata italiana, de donde pasó a Monte Solicoli, en cuyas estribaciones pasó dos años entregado a la vida de penitencia y oración junto con otro ermitaño. A este período pertenece el primero de los milagros realizados por el santo: devolver la vista a un ciego. Aquella curación le dio gran fama y, para evitar que las gentes le aclamaran como a un santo milagroso, partió de la comarca para refugiarse junto a san Juan de Matera. Como los dos perseguían los mismos fines con igual espíritu, llegaron a ser íntimos amigos. Guillermo tenía la intención de emprender una peregrinación a Jerusalén y no se dejó convencer por Juan, quien insistía en que se quedase porque Dios le tenía destinada una tarea en aquel lugar. Un día partió, pero no se había alejado mucho, cuando unos asaltantes le atacaron. Guillermo tomó aquello como un signo de que Juan estaba en lo cierto, renunció a su peregrinación y volvió al lado del santo.

No tardó en retirarse a una alta colina situada entre Nola y Benevento, que por entonces se llamaba Monte Virgiliano (en honor del gran poeta, que se había detenido en aquel sitio). Al principio, Guillermo trató de vivir ahí como ermitaño, pero no tardaron en llegar algunos hombres, sacerdotes y laicos, a solicitar que los tomase como discípulos. Guillermo los aceptó, formó con ellos una comunidad, y entre todos levantaron en el lugar una iglesia consagrada a Nuestra Señora, que quedó terminada en 1124. Desde entonces y hasta nuestros días, la montaña cambió de nombre para llamarse Monte Vergine. La regla instituida por el santo fue muy severa: en las comidas no se permitía el vino, la carne, la leche y sus productos y, durante tres días a la semana, no había otro alimento que verduras y pan seco. Pasado el primer entusiasmo, surgieron las murmuraciones, se puso de manifiesto el descontento y hubo una solicitud general para la modificación de la regla. Guillermo no tenía deseos de contrariar a sus monjes, aunque para sí mismo no buscase ningún alivio. Por lo tanto, eligió a un prior para que gobernara la comunidad y, con cinco fieles compañeros, partió del monasterio en busca de su amigo San Juan de Matera, con quien hizo una segunda fundación en Monte Laceno, en la Apulia. Sin embargo, la aridez del terreno, la situación del albergue, expuesto a los cuatro vientos, y la gran altura de la montaña, hicieron miserable la existencia para todos, y aun los mejor dispuestos a soportar las penurias, tuvieron dificultades en resistir los vientos helados del invierno. San Juan había insistido para que se trasladasen a otra parte en diversas ocasiones, cuando un incendio destruyó las pobres chozas de madera y paja en que habitaban y todos debieron refugiarse en el valle. Ahí, los dos santos se separaron: Guillermo partió hacia Monte Cognato, en la Basilicata, para fundar otro monasterio, mientras Juan, con la misma intención, se dirigió hacia el este, hasta el Monte Gargano, en Pulsano.

Cuando su comunidad estuvo bien establecida, san Guillermo le impuso la misma regla rigurosa que en Monte Vergine, nombró a un prior y la dejó a que se desarrollara por sí misma. En Conza, en la Apulia, fundó un monasterio para hombres y en Guglietto, cerca de Nusco, estableció dos comunidades, una para hombres y la otra para mujeres. Poco después, el rey Rogelio II de Nápoles lo llamó a Salerno para que fuese su consejero y su auxiliar. La benéfica influencia que ejerció san Guillermo sobre el monarca causó el resentimiento de algunos cortesanos, quienes no desperdiciaron oportunidad de desacreditarlo y hacerle aparecer como un hipócrita gazmoño. A sabiendas del rey, los cortesanos tendieron una trampa al santo y, con cualquier pretexto válido, le enviaron a una mujer de mala vida, con instrucciones para que le hiciese caer en pecado. Guillermo recibió a su visitante en una habitación con chimenea al fondo, donde ardía un gran fuego. Tan pronto como la mujer empezó a ejercer sus artes de seducción, el santo se encaminó hacia la chimenea, apartó las brasas con sus dos manos de manera que formó una angosta brecha en la hoguera; en aquel espacio se tendió e invitó a la tentadora para que se echara junto a él. Al verlo entro las llamas, la mujer comenzó a proferir gritos de horror; pero instantes después quedó muda de asombro, porque Guillermo se alzó de entre las brasas y salió de la chimenea completamente ileso. Aquel milagro hizo que la mujer se arrepintiera: renegó de su pasada vida de pecado y no tardó en tomar el velo en el convento de Venosa. El rey Rogelio, por su parte, dispensó su absoluta protección al santo, ayudó generosamente a sus monasterios y él mismo hizo fundaciones nuevas que entregó a san Guillermo para que las gobernase.

El santo finalmente murió en Guglietto, el 25 de junio de 1142. No dejó ninguna constitución escrita, pero el tercer abad general de sus comunidades, Roberto, redactó un código de reglamentos y puso a la orden bajo la regla de los benedictinos. El único, de entre los muchos monasterios que fundó san Guillermo, que existe todavía es el de Monte Vergine. En la actualidad, pertenece a la comunidad benedictina de Subiaco y, en su iglesia conserva una pintura de Nuestra Señora de Constantinopla que es muy venerada.

Hay una biografía, no desprovista de varias observaciones personales, que parece haber sido escrita por un discípulo del santo, llamado Juan de Nusco. Tomándola de un manuscrito que desapareció hace mucho, fue impresa en Acta Sanctorum, junio, vol. VII. Un texto mejor y más completo que llena algunas lagunas dejadas por el más antiguo, fue descubierto en Nápoles a principios del siglo XX y fue editado por Dom C. Mercuro en la Revista Storica Benedictina, vol. I (1906), vol. II (1907) y vol. III (1908), en varios artículos que incluyen un comentario histórico junto con el propio documento. También cf. al P. Lugano, Vitalia Benedictina (1929), pp. 379-439; y E. Capobianco, Sant'Amato da Nusco (1936).
fuente: «Vidas de los santos», Alban Butler

lunes, abril 26, 2010

San Francisco de Borja (2)


Francisco de Borja y Aragón nació el 28 de octubre de 1510, hijo de Juan de Borja, 3er duque de Gandía y de Juana de Aragón; murió el 30 de septiembre de 1572. El futuro santo descendía de famosos desafortunados. Su abuelo, Juan Borja, el Segundo hijo de Alejandro VI, fue asesinado en Roma el 14 de junio de 1497 por un asesino desconocido, pero su familia siempre creyó que había sido César Borgia (Borja). Rodrigo Borgia, electo papa en 1402 bajo el nombre de Alejandro VI, tenía ocho hijos. El mayor, Pedro Luis, obtuvo en 1485 el hereditario ducado de Gandía en el reino de Valencia, el cual, a su muerte, pasó a su hermano Juan, quien estaba casado con María Enríquez de Luna. Habiendo quedado viuda debido al asesinato de su marido, María Enríquez renunció a su ducado y se dedicó piadosamente a la educación de sus dos hijos, Juan e Isabel. Luego del matrimonio de su hijo en 1509, siguió el ejemplo de su hija, quien había retirado al convento de las Clarisas Pobres en Gandía y fue mediante estas dos mujeres que la santidad entró a la familia Borja y en la Casa de Gandía había empezado el trabajo de reparación que Francisco de Borja habría de culminar. Biznieto de Alejandro VI por vía paterna, era, por el lado de su madre, biznieto del Rey Católico Fernando de Aragón. Este monarca había procurado el nombramiento de su hijo natural, Alfonso al Arzobispado de Zaragoza, a la edad de nueve años. De Ana de Gurrea, Alfonso tuvo dos hijos, quienes lo sucedieron en su sede arquiepiscopal y dos hijas, una de las cuales, Juana, se casó con el duque Juan de Gandía y se convirtió en la madre de nuestro santo. De este matrimonio Juan tuvo tres hijos y cuatro hijas. De un segundo, contraído en 1523, tuvo cinco hijos y cinco hijas. El mayor de todos y heredero al ducado era Francisco. Piadosamente criado en una corte que sentía la influencia de las dos Clarisas, madre y hermana del duque reinante, Francisco perdió a su propia madre cuando tenía diez. En 1521, una sedición entre el populacho puso en peligro la vida del niño y la posición de la nobleza. Cuando el disturbio fue suprimido, Francisco fue enviado a Zaragoza a continuar su educación en la corte de su tío, el arzobispo, un ostentoso prelado que nunca había sido consagrado y ni siquiera ordenado sacerdote. A pesar de que en esta corte se mantenía la católica fe española, caía, sin embargo, en la laxitud permitida por los tiempos y Francisco no podía evitar notar la relación que tenía su abuela con el fallecido arzobispo, a pesar de que estaba en deuda con ella por su temprano entrenamiento religioso. Mientras estuvo en Zaragoza, Francisco cultivó su mente y llamó la atención de sus parientes por su fervor. Ellos, deseosos de asegurar la fortuna del heredero de Gandía, le enviaron a los doce años a Tordesillas como paje de la Infanta Catalina, la hija menor y compañera en soledad de la infortunada reina, Juana la Loca.
 En 1525 la infanta se casó con el rey Juan III de Portugal y Francisco regresó a Zaragoza a completar su educación. Finalmente, en 1528, la corte de Carlos V fue abierta para él y un futuro brillante apareció ante él. En su camino a Valladolid, mientras pasaba, brillantemente escoltado, por Alcalá de Henares, Francisco encontró a un pobre hombre a quien los asociados de la Inquisición llevaban a prisión. Era Ignacio de Loyola. El joven noble intercambió una mirada de emoción con el prisionero, sin pensar que algún día estarían unidos por lazos estrechos. El emperador y la emperatriz recibieron a Borja más como amigo que como súbdito. Tenía diecisiete, dotado con múltiples encantos, acompañado por un magnífico tren de seguidores y, luego del emperador, su presencia era la más galante y caballerosa en la corte. En 1529, por deseo de la emperatriz, Carlos V le dio la mano de Leonor de Castro en matrimonio, haciéndolo al mismo tiempo, Marqués de Lombay y Escudero de la emperatriz y nombrando Camarera Mayor a Leonor. El recién creado Marqués de Lombay disfrutó de una posición privilegiada. Cuando el emperador viajaba o conducía una campaña, le confiaba al joven escudero el cuidado de la emperatriz y a su regreso a España lo trataba como confidente y amigo. En 1535 Carlos V guió la expedición a Túnez sin la compañía de Borja, pero al año siguiente el favorito siguió a su monarca a la desafortunada campaña en Provenza. Además de sus virtudes que lo hacían el modelo de la corte y los atractivos personales que le adornaban, el marqués de Lombay poseía un refinado gusto musical. Se deleitaba sobre todo, en composiciones eclesiásticas y testificando la habilidad del compositor, se puede asegurar que en el siglo XVI y antes de Palestrina, Borja fue uno de los principales restauradores de la música sacra.
 En 1538 un octavo niño nació de los marqueses de Lombay y el 1 de mayo del año siguiente, la emperatriz Isabel murió. El escudero fue comisionado para llevar sus restos a Granada, donde fueron enterrados el 17 de mayo. La muerte de la emperatriz causó el primer revés en la brillante carrera de los Marqueses de Lombay. Los alejó de la corte y le enseñó al noble la vanidad de la vida y de sus grandezas. San Juan de Ávila predicó el sermón funerario y Francisco, haciéndole saber su deseo de reformar su vida, regresó a Toledo resuelto en ser un perfecto cristiano. El 26 de junio de 1539, Carlos V nombró a Borja virrey de Cataluña y la importancia del cargo probó las genuinas cualidades del cortesano. Instrucciones precisas determinaron su curso de acción. Fue a reformar la administración de justicia, poner en orden las finanzas, fortificar la ciudad de Barcelona y reprimir a los que estaban fuera de la ley. A su llegada a la virreinal ciudad, el 23 de agosto, procedió de inmediato, con una energía que no podía derrumbar la oposición, a edificar los rampantes, limpiar el país de las bandas que lo asolaban, reformar los monasterios y desarrollar el aprendizaje. Durante su virreinato se mostró juez inflexible y sobre todo cristiano ejemplar. Pero una serie de graves pruebas estaban destinadas a desarrollar en él el trabajo de santificación iniciado en Granada. En 1543, a la muerte de su padre, se convirtió en Duque de Gandía y fue nombrado por el emperador Director de la Casa del príncipe Felipe de España, quien se había casado con la princesa de Portugal. Este nombramiento parecía indicar que Francisco sería el primer ministro del futuro reinado, pero los reyes de Portugal se opusieron al nombramiento. Francisco, entonces, se retiró a su ducado de Gandía y durante tres años esperó la terminación del disgusto que lo alejaba de la corte. Se dedicó por placer, a reorganizar su ducado, a encontrar una universidad para obtener el grado de Doctor en Teología y a buscar un grado aún más alto de virtud. En 1546 su esposa murió. El duque había invitado a los jesuitas a Gandía y se convirtió en su protector y discípulo e incluso en ciertos casos, en su modelo. Pero deseaba aún más y el 1 de febrero de 1548 se hizo uno de ellos al pronunciar el solemne voto de religión, aunque fue autorizado por el Papa a permanecer en el mundo, hasta que hubiera cumplido sus obligaciones hacia sus hijos y sus estados –sus obligaciones como padre y gobernante.
 El 31 de agosto de 1550, el duque de Gandía abandonó sus estados para no verlos nunca más. El 23 de octubre arribó a Roma, se puso a los pies de San Ignacio y edificó mediante su rara humildad especialmente a aquellos que recordaban el antiguo poder de los Borja. Rápido para concebir grandes proyectos, incluso entonces urgió a San Ignacio a fundar el Colegio Romano. El 4 de febrero de 1551, dejó Roma, sin dar a conocer la intención de su partida. El 4 de abril llegó a Azpeitia en Guipúzcoa y eligió como residencia la ermita de Santa Magdalena cerca de Oñate. Habiéndole permitido Carlos V renunciar a sus posesiones, abdicó a favor de su hijo mayor, fue ordenado sacerdote el 25 de mayo y de inmediato comenzó a predicar una serie de sermones en Guipúzcoa, la cual revivió la fe del país. Nada se habló más en España que este cambio de vida y Oñate se convirtió en lugar de intenso peregrinaje. El neófito fue obligado a apartarse de la oración con el fin de predicar en las ciudades que lo llamaban y a las cuales sus ardientes palabras, su ejemplo e incluso su mera presencia, marcaban profundamente. En 1553 fue invitado a visitar Portugal. La corte le recibió como mensajero de Dios y le rindió, por lo tanto, una veneración que se ha preservado. A su regreso de esta jornada, Francisco supo que, a petición del emperador, el Papa Julio III lo nombraba al cardenalato. San Ignacio logró que el Papa reconsiderara esta decisión, pero dos años más tarde el proyecto fue renovado y Borja ansiosamente si, en conciencia, se podría oponer al Papa. San Ignacio de nuevo lo relevó de esta carga al pedirle que pronunciara los solemnes votos de profesión, por los cuales se comprometió a no aceptar ninguna dignidad salvo bajo orden formal del Papa. De este modo, el santo se reaseguró. Pío IV y Pío V lo amaron demasiado como para imponerle una dignidad que le hubiera causado sufrimiento. Gregorio XIII, sin embargo, parecía resuelto, en 1572 para ignorar este rechazo, pero en esta ocasión la muerte le salvó de la elevación que tanto había temido.
 El 10 de junio de 1554, San Ignacio nombró a Francisco de Borja comisario general de la Compañía en España. Dos años más tarde le confió el cuidado de las misiones de las Indias Orientales y Occidentales, es decir de todas las misiones de la Compañía. Hacer esto fue confiarle a un recluta el futuro de su orden en la península, pero al hacer esto el fundador demostró su raro conocimiento de los hombres, dado que en siete años Francisco transformaría las provincias confiadas a él. Las encontró con pocos súbditos, con unas cuantas casas y poco conocidos. Las dejó fortalecidas por su influencia y ricas en discípulos obtenidos de los más altos grados de la sociedad. Estos últimos, cuyo ejemplo les había atraído mucho, se reunían principalmente en su noviciado en Simancas y fueron suficientes para numerosas fundaciones. Todo le ayudó a Borja –su nombre, santidad, su notorio poder de iniciativa y su influencia con la princesa Juana, quien gobernó Castilla en ausencia de su hermano Felipe. El 22 de abril de 1555, la reina Juana la Loca murió en Tordesillas, asistida por Borja. A la presencia del santo se le atribuye la serenidad de la reina en sus últimos momentos. La veneración que inspiraba se incrementó, entonces y aún más su extrema austeridad, el cuidado que prodigaba a los pobres en los hospitales, las maravillosas gracias con las que Dios rodeaba su apostolado, contribuyeron a aumentar un renombre que él aprovechaba para ayudar el trabajo de Dios. En 1565 y 66 fundó las misiones de Florida, Nueva España y Perú, extendiendo así al Nuevo Mundo los efectos de su celo insaciable.
 En diciembre de 1556 y en otras tres ocasiones, Carlos V se encerró en Yuste. De inmediato convocó a su antiguo favorito, cuyo ejemplo había hecho mucho para inspirarlo en el deseo de abdicar. En agosto siguiente lo envió a Lisboa con varios asuntos relacionados con la sucesión de Juan III. Cuando el emperador murió el 21 de septiembre de 1558, Borja no pudo estar presente a su lado, pero fue uno de los ejecutores testamentarios nombrados por el monarca y fue quien, en los solemnes servicios en Valladolid, pronunció la elegía del soberano muerto. Este periodo de éxitos sería cerrado por una prueba. En 1559 Felipe II regresó a reinar a España. Prejuiciado por varias rezones (prejuicio fomentado por muchos envidiosos de Borja, algunos de cuyos interpelados trabajos habían sido recientemente condenados por la Inquisición), Felipe pareció haber olvidado su antigua amistad con el Marqués de Lombay y manifestó hacia él un disgusto que se incrementó cuando supo que el santo había ido a Lisboa. Indiferente a esta tormenta, Francisco continuo por dos años en Portugal su predicación y sus fundaciones y entonces, a solicitud del papa Pío IV, fue a Roma en 1561. Pero las tormentas tienen su misión providencial. Podría cuestionarse si por la desgracia de 1543, el duque de Gandía se había hecho religioso y si, por la prueba que lo ausentó de España, pudo realizar el trabajo que le esperaba en Italia. En Roma no pasó mucho antes de que atrajera la atención del público. Los cardenales Otho Truchsess, arzobispo de Augsburgo, Stanislaus Hosius y Alejandro Farnesio le manifestaron una sincera amistad. Dos hombres principalmente se regocijaron con su llegada. Fueron Michael Chisleri, futuro papa Pío V y Carlos Borromeo, a quien el ejemplo de Borja ayudó a convertirse en santo.
 El 16 de febrero de 1564, Francisco de Borja fue nombrado asistente general en España y Portugal y el 20 de febrero de 1565, fue nombrado vicario general de la Compañía de Jesús. Fue elegido general el 2 de julio de 1565 por 31 votos de 39, para suceder al Padre Santiago Laynez. A pesar de estar muy debilitado por sus austeridades, desgastado por ataques de gota y una afección del estómago, el nuevo general aún poseía mucha fortaleza, la cual, añadida a su abundancia de iniciativa, su atrevimiento en la concepción y ejecución de vastos designios y la influencia que ejercía sobre los príncipes cristianos y en Roma, le hicieron de inmediato un modelo ejemplar y cabeza providencial de la Compañía. En España había tenido otros cuidados además del gobierno. En adelante sería únicamente el general. El predicador estaba silencioso. El director de almas había cesado de ejercer su actividad, excepto mediante correspondencia, la cual, es cierto, fue inmensa y dio por todo el mundo, luz y fuerza a reyes, obispos y apóstoles, a casi todos los que en su tiempo sirvieron a la causa católica. Siendo su principal preocupación fortalecer y desarrollar la orden, envió visitadores a todas las provincias de Europa, a Brasil, India y Japón. Las instrucciones con que los proveyó son modelos de prudencia, amabilidad y amplitud de mente. Para los misioneros así como para los padres delegados por el papa ante la Dieta de Augsburgo, para los confesores de príncipes y los maestros de escuelas marcó amplios y seguros caminos. Atrajo a los hombres principalmente por su bondad y ganó las almas al bien mediante su ejemplo. La edición de las reglas, en las cuales trabajó incesantemente, fue completada en 1567. Las publicó en Roma, las distribuyó y pidió su inmediata observancia. El texto de las normas vigentes fue editado luego de su muerte en 1580, pero difiere poco de las emitidas por Borja, a quien la Compañía le debe la principal edición de sus reglas, así como de los Ejercicios Espirituales, de los cuales había asumido el costo en 1548. Para asegurar la formación intellectual y espiritual de los jóvenes religiosos y el carácter apostólico de la orden, fue necesario tomar otras medidas. La tarea de Borja fue establecer, primero en Roma y luego en todas las provincias, noviciados sabiamente regulados y florecientes casas de estudio y desarrollar la vida interior al establecer en todas ellas la costumbre de una hora diaria de oración.
 Completó en Roma la casa e iglesia de S. Andre en el Quirinal en 1567. Ilustres novicios se apacentaron ahí, entre ellos Estanislao Kotska (m. 1568) y Rodolfo Acquaviva. Desde su primer viaje a Roma, Borja había tenido la preocupación de fundar un colegio romano y mientras estuvo en España, había apoyado generosamente el proyecto. En 1567, construyó la iglesia del colegio, le aseguró un ingreso de seis mil ducados y al mismo tiempo trazó la regla de estudios, la cual, en 1583, inspiró a los compiladores del Ratio Studiorum de la Compañía. Siendo un hombre de oración como lo era de acción, el santo general, a pesar de sus inmensas ocupaciones, no permitía que su alma se distrajera de la continua contemplación. Fortalecida por tan vigilante y santa administración, la Compañía no pudo sino desarrollarse. España y Portugal sumaron muchas fundaciones; en Italia San Francisco creó la provincia romana y fundó varios colegios en el Piamonte. Francia y las provincias del norte fueron, sin embargo, al mayor campo de sus triunfos. Sus relaciones con el Cardenal de Lorena y su influencia en la corte francesa hicieron posible para él finalizar numerosos malentendidos, asegurar la revocación de varios edictos hostiles y fundar ocho colegios en Francia. En Flandes y Bohemia, en el Tirol y en Alemania, mantuvo y multiplicó importantes fundaciones. La provincia de Polonia fue completamente su trabajo. En Roma todo se transformó por sus manos. Había construido S. Andrea y la iglesia del colegio romano. Ayudó generosamente en la construcción del Gesù y a pesar de que el fundador oficial de esa iglesia fue el Cardenal Farnesio y de que el Colegio Romano había tomado el nombre de uno de sus más grandes benefactores, Gregorio XIII, Borja contribuyó más que nadie a estas fundaciones. Durante los siete años de su gobierno, Borja había introducido tantas reformas en su orden como para merecer ser llamado su segundo fundador. Tres santos de esta época trabajaron incesantemente para ayudar al renacimiento del catolicismo; ellos fueron San Francisco de Borja, San Pío V y San Carlos Borromeo.
 El pontificado de Pío V y el generalato de Borja comenzaron con un intervalo de unos cuantos meses y terminaron casi al mismo tiempo. El papa santo tenía entera confianza en el general santo, quien correspondía con inteligente devoción a cada deseo del pontífice. Fue él quien inspiró al papa la idea de exigir de las Universidades de Perugia y Bolonia y eventualmente, de todas las universidades católicas, una profesión de fe católica. Fue también él quien, en 1568, deseó que el papa nombrara una comisión de cardenales encargados de promover la conversión de infieles y herejes, la cual fue el germen de la Congregación para la Propagación de la Fe, establecida más tarde por Gregorio XV en 1622. Una fiebre pestilente invadió Roma en 1566 y Borja organizó métodos de alivio, estableció ambulancias y distribuyó a cuarenta de sus religiosos para tal propósito, de manera que habiendo terminado la epidemia dos años después, fue a Borja a quien el papa confió la seguridad de la ciudad.
 Francisco de Borja siempre había amado las misiones extranjeras. Reformó aquellas de la India y el Extremo Oriente y creó las de América. En unos cuantos años tuvo la Gloria de tener entre sus hijos a sesenta y seis mártires, los más ilustres de los cuales fueron los 53 misioneros de Brasil quienes con su superior, Ignacio Acevedo, fueron masacrados por corsarios hugonotes. Sólo le quedaba a Francisco terminar su Hermosa vida con un espléndido acto de obediencia al Papa y devoción a la Iglesia.
 El 7 de junio de 1571, Pío V le pidió que acompañara a su sobrino, el cardenal Bonelli en una embajada a España y Portugal. Francisco estaba en recuperación de una severa enfermedad; se temía que no tendría la fortaleza para soportar la fatiga y él mismo sentía que tal viaje le podría costar la vida, pero él la entregó generosamente. España lo recibió con transportes. La Antigua desconfianza de Felipe II había sido olvidada. Barcelona y Valencia se apresuraron a recibir a su antiguo virrey y santo duque. Las multitudes en las calles gritaban: “¿Dónde está el santo?” Lo encontraron desgastado por la penitencia.  Adonde quiera que iba, reconciliaba diferencias y suavizaba discordias. En Madrid Felipe II lo recibió con los brazos abiertos, la Inquisición aprobó y reconoció sus genuinos trabajos. La reparación estaba completada y parecía que Dios había deseado este viaje para que España entendiera por última vez este sermón viviente, la vista de un santo. Gandía ardientemente deseaba contemplar a su santo duque pero nunca consintió en regresar. La embajada a Lisboa no fue menos consoladora para Borja. Entre otros felices resultados, logró del rey, Don Sebastián, pedir en matrimonio la mano de Margarita de Valois, la hermana de Carlos IX. Este era el deseo de San Pío V, pero, habiendo sido formulado demasiado tarde, fue frustrado por la reina de Navarra, quien mientras tanto había asegurado la mano de Margarita para su hijo. Una orden del Papa expresó su deseo de que la embajada también llegara a la corte francesa. El invierno prometía ser severo y sería fatal para Borja. Aún más fatal para él fue el espectáculo de la devastación que había causado la herejía en el país, lo cual hirió gravemente el corazón del santo. En Blois, Carlos IX y Catalina de Médicis le dieron a Borja la recepción debida a un Grande de España, pero al cardenal legado, así como a él le dieron solo palabras amables con poca sinceridad. El 25 dejaron Blois. Para cuando llegaron a Lyon, los pulmones de Borja ya estaban afectados. Bajo estas condiciones el paso del monte Cenis, sobre caminos nevados fue extremadamente doloroso. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, el inválido llegó a Turín. En el camino la gente salía de las villas clamando: “Queremos ver al Santo”. Advertido de la condición de su primo, Alfonso de Este, duque de Ferrar, mandó por él a Alejandría y lo llevó a su ciudad ducal donde permaneció del 19 de abril al 3 de septiembre. Desesperaron de su recuperación y se dijo que no sobreviviría al otoño. Deseando morir en Loreto o en Roma, partió en una litera el 3 de septiembre, pasó ocho días en Loreto y luego, a pesar de los sufrimientos causados por el más mínimo brinco, ordenó a los porteadores que se dirigieran con mayor velocidad a Roma. Se esperaba que en cualquier instante vería el final de su agonía. Alcanzó la “Porta del Popolo” el 28 de septiembre. El moribundo detuvo su litera y agradeció a Dios que había sido capaz de completar este acto de obediencia. Fue trasladado a su celda, la cual pronto fue invadida por cardenales y prelados. Durante dos días Francisco de Borja, completamente consciente, esperó la muerte, recibiendo a todos los visitantes y bendiciendo, mediante su hermano menor, Tomás de Borja, a todos sus hijos y nietos. Poco después de la media noche del 30 de septiembre, su hermosa vida llegó a un hermoso e indoloro final. En la Iglesia Católica él ha sido uno de los más notables ejemplos de la conversión de las almas luego del Renacimiento y para la Compañía de Jesús había sido el protector escogido por la Providencia a quien, luego de San Ignacio, le debe más.
 En 1607, el duque de Lerma, ministro de Felipe III y nieto de San Francisco de Borja, habiendo visto a su nieta milagrosamente curada por intercesión de Francisco, causó que iniciara el proceso de canonización. El proceso ordinario comenzó de inmediato en varias ciudades y fue seguido, en 1637, por el proceso Apostólico. En 1617 Madrid recibió los restos del santo. En 1624 la Congregación de los Ritos anunció que se procedería a su beatificación y canonización. La beatificación fue celebrada en Madrid con esplendor incomparable. Puesto que Urbano VIII había decretado, en 1631, que un Santo no podría ser canonizado sin un nuevo procedimiento, se inició otro proceso. Estaba reservado para Clemente X firmar la Bula de canonización de San Francisco de Borja el 20 de junio de 1670. Librado del decreto de José Bonaparte quien, en 1809, ordenó confiscar todos los santuarios y objetos preciosos, el relicario de plata que contiene los restos del santo, luego de varias vicisitudes, fue llevado, en 1901, a la iglesia de la Compañía de Jesús en Madrid, donde es honrado actualmente.
 Con razón España y la Iglesia veneran en San Francisco de Borja a un gran hombre y un gran santo. Los más altos nobles de España están orgullosos de descender de él o de tener conexión con él. Por su penitencia y vida apostólica reparó los pecados de su familia y dio gloria a un nombre que, de no ser por él, habría permanecido siendo fuente de humillación para la Iglesia. Su fiesta se celebra el 3 de octubre.
Fuentes: Archivos de Osuna (Madrid), de Simancas; Archivos Nacionales de Paris; Archivos de la Compañía de Jesús; Regeste du généralat de Laynez et de Borgia, etc. Monumenta historica S. J. (Madrid); Mon. Borgiana; Chronicon Polanci; Epistolæ Mixtæ; Quadrimetres; Epistolæ Patris Nadal, etc.; Epistolæ et instructiones S. Ignatii; ORLANDINI AND SACCHINI, Historia Societatis Jesu; ALCÁZAR, Chrono-historia de la provincia de Toledo; Lives of the saint by VASQUEZ (1586; manuscript, still unedited), RIBADENEYRA, (1592), NIEREMBERG (1643), BARTOLI (1681), CIENFUEGOS (1701); Acta SS., Oct., V; ASTRAIN, Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España, I and II (1902, 1905); BÉTHENCOURT, Historia genealógica y heráldica de la monarquía española (Madrid, 1902), IV, Gandia, Casa de Borja; Boletín de la Academia de la Historia (Madrid), passim; SUAU, S. François de Borgia in Les Saints (Paris, 1905); IDEM, Histoire de S. François de Borgia (Paris, 1909). ]
PIERRE SUAU
Transcrito por WGKofron
Traducido por Antonio Hernández Baca

domingo, febrero 21, 2010

Éloi Leclerc, su encuentro con el Pobre de Asís

Éloi Leclerc, su encuentro con el Pobre de Asís
 
San Francisco de Asís (Cimabue)
 
Pocas personas como el franciscano Éloi Leclerc, han trasmitido con tanta claridad la experiencia de su encuentro con Francisco de Asís. Su deportación a un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, le obligó a ir más allá en sus planteamientos, al vivir la crueldad del conflicto en primera persona. En una situación en la que jamás pensó que se encontraría, los cimientos de su fe se tambalearon. Cuando sus compañeros franciscanos y él observan cómo el hombre, el ser que creían hecho a imagen de Dios, les parece un ser irrisorio, sin valor, sin apoyo, sin esperanza: un ser a merced de un remolino de fuerzas que se burlan de él, o, mejor, le ignoran(1), no puede evitar preguntarse por la ausencia de Dios y observar, con incredulidad, el paralelismo entre un hombre devastado por sus semejantes, y aquella armonía de Francisco con todas las criaturas que le cautivó a los 12 años.
 
Éloi Leclerc nació en 1921 en Landernau, que está ubicada en la Bretaña francesa, en una familia formada por 11 hermanos. Ingresó en el noviciado franciscano de Amiens en 1939, el año en el que se inició la Segunda Guerra Mundial en Europa. Convivía con un grupo de jóvenes franciscanos, que años después no pudieron huir de la guerra. Si entraban en la resistencia, su comunidad sufriría las represalias. Por tanto, tuvieron que viajar en 1943 a Alemania, a merced de una invitación que tenía el pretexto de que diesen presencia cristiana a los miles de jóvenes franceses obligados a trabajar en el país germano. Tras realizar duros trabajos allí, su situación cambió cuando, junto a otros religiosos, fue considerado sujeto sospechoso y lo deportaron en 1944 a un campo de concentración en Buchenwald.
 
Tras la derrota nazi, regresó a Francia y entre 1951 y 1983 fue profesor de filosofía. Ha escrito varios libros, que llevan la huella de lo que vivió en la contienda. En 1959 fue publicado Sabiduría de un pobre, una pequeña joya que se ha convertido un libro clásico dentro de la espiritualidad en general, y de la franciscana en particular, y que no ha dejado de editarse. Posteriormente, en 1970, publicó su estudio El Cántico de las Criaturas, o los símbolos de la unión, que tuvo una aceptación mucho menor, porque, según explica su autor, salía al paso de una imagen fuertemente arraigada [...] de un Francisco príncipe encantador de la creación.
 
La dificultad de no dar una perspectiva propia de Francisco, sino de arriesgarse a recorrer el camino que lleva hasta su corazón, es uno de los grandes valores de la obra de Leclerc. Son habituales los retratos basados en opiniones personales y que por tanto, no se apoyan en la esencia de Francisco. Ya advirtió Benedicto XVI en el 800 aniversario de su conversión, del mal uso que se podía dar de su figura: El mismo Francisco sufre una mutilación cuando se le presenta como testigo de valores importantes, apreciados por la cultura actual, pero se olvida que su elección profunda, el centro de su vida, es la elección de Cristo. En realidad, el que Francisco amase a las criaturas, no le hace un ecologista, o el que fuese rebelde, no le convierte en el hippie de la película Hermano sol, hermana luna. Él siempre va más allá, al lugar al que le lleva su amor por Cristo. Un amor que le hacía buscar su presencia por todas partes, sin dejar la mano en el arado y seguir mirando atrás. Su rebeldía es no ponerle límites, sino amplificar la presencia de Dios y en ese ímpetu por buscarlo en todas partes, lo descubrió en cada una de las criaturas que había creado.
 
La noche oscura del padre Leclerc y la experiencia espiritual que vivió junto a otros hermanos, guarda similitudes con los últimos años de la vida del santo de Asís, pero puntualiza, En la historia ha habido un solo Francisco de Asís [...] No, no pretendemos en modo alguno haberle imitado, ni de cerca, ni de lejos. Pero ¡ya es mucho que se nos diera el haber cantado el sol en la muerte! (1). Su libro Sabiduría de un pobre se desarrolla en la crisis espiritual que sufrió Francisco, al ver que muchos de sus hermanos querían relajar su ideal de pobreza evangélica. Una situación que provocó la primera crisis en una orden, que en pocos años había pasado de unos cuantos hermanos a más de 5000 y cuya organización ya era complicada de por sí. A esa angustia se sumaban sus enfermedades, especialmente la de los ojos, que le provocaba un insoportable dolor. En el invierno de 1224, al llegar del monte Alverna a San Damián, donde vivía Clara, llevaba más de cincuenta días sin poder soportar de día la luz del sol, ni de noche el resplandor del fuego. Permanecía constantemente a oscuras tanto en la casa como en aquella celdilla. Tenía, además, grandes dolores en los ojos día y noche, de modo que casi no podía descansar ni dormir... (2). Fue justo entonces, cuando cantó al sol, a la luna, al agua, a la tierra, al fuego... a unos elementos que casi no podía ver. El padre Leclerc da una dimensión al cántico por encima de su valor literario, o de una interpretación basada en la alabanza a la naturaleza. Nos habla de su valor antropológico, del cántico que surge del lugar donde el dolor no ha conseguido calar y que define como la inocencia.
 
Ese canto al Señor, es lo que vivió, salvando las distancias, el padre Leclerc. En medio del caos, el Pobre de Asís iluminó su alma y entendió que la esencia del carisma franciscano es un cántico de esperanza de fraternidad; un lucero en medio de la oscuridad de un mundo que no ha dejado de luchar contra sí mismo. Una experiencia gracias a la que fue capaz de superar la deshumanización que había sufrido, que está basada en la confianza en Dios aun en las situaciones más difíciles, en el abandono por el cual el Poverello venció su angustia para alcanzar su cima espiritual, en la que llegó a unirse espiritualmente a Cristo, al recibir el don de los estigmas.
 
Abrazo de San Francisco al crucificado (Ribalta)
 
Éloi Leclerc ha escrito otros libros, aunque los más conocidos son los referidos a la espiritualidad franciscana. En 1981 publicó Francisco de Asís, encuentro del Evangelio y de la Historia, una interesante obra que sitúa a Francisco dentro del contexto económico, social y político de su época; paso imprescindible para comprender sus inquietudes y anhelos y las propias características de la orden que había fundado. En 1999, aparece El sol sale sobre Asís, en el que realiza el difícil ejercicio de mirar atrás y recordar su sufrimiento en la Segunda Guerra Mundial. En él se pregunta, desde el carácter filosófico de todos sus libros, -no obstante dio clases de filosofía durante más de 30 años-, si hemos aprendido lo suficiente del drama del sigo XX, si se ha acusado demasiado y se ha cuestionado poco (3), y por tanto, si basta con condenar un régimen injusto sin intentar entender qué llevó a tantos hombres en Alemania a realizar tal masacre; qué puede llevar al hombre, bajo el pretexto de diferentes ideologías, a una semejante destrucción.
 
El padre Leclerc destaca que entre las pocas cosas que se pueden escapar de la destrucción del hombre están la pureza y la inocencia. Esta idea es fundamental dentro de su obra y en el prefacio de Sabiduría de un pobre, lamenta que lo más terrible de nuestro tiempo es que hemos perdido la ingenuidad (1). En sus libros ha expresado con claridad y de manera poética, sus reflexiones filosóficas sobre la fe. Toda su obra está marcada por una espiritualidad forjada en una situación que le obligaba a elegir entre olvidar su alma en el abismo, o introducirse en las propias entrañas de la fe para conocer el misterio de Dios.  
 
Su gran aportación, dentro de la espiritualidad franciscana, es empujar a los que se acercan a su obra a no quedarse en la corteza del carisma franciscano, sino a recorrer el difícil camino de ir más allá, el que lleva a liberarse de ideas preconcebidas para conocer a un hombre que amaba a Dios hasta unos límites que difícilmente podemos incluso llegar a entender. En definitiva, a redescubrir a Francisco de Asís, el hombre que le guió a ver la luz, en la cruz de Cristo.
 
Francisco me abrió el alma a la sintonía profunda de las cosas y a la armonía de todo lo que vive. En un universo desencantado, él ha sido para mí el encantador. Me ha mostrado el camino de una humanidad verdadera... Estaba condenado a escribir caóticos recuerdos infernales. Pero he aquí que el encuentro con el Pobre de Asís hizo brillar en mi camino una claridad divina. Y mi "amarga amargura" se trocó, más allá del horror, en un dulcísimo canto. (3)
 
1. E. Leclerc, El Cántico de las Criaturas, o los símbolos de la unión. París, Desclée de Brouwer, 1970.
2. Leyenda de Perusa, LP 83.
3. E. Leclerc, El sol sale sobre Asís. París, Desclée de Brouwer, 1999.
 
Éloi Leclerc