Un día de abril de 1207, tenía lugar un extraño proceso en el Palacio episcopal de Asís. El Obispo había de juzgar a un muchacho de unos veinticinco años, acusado por su padre de haberle "robado" una crecida cantidad de dinero. Ante el hecho, confesado con toda espontaneidad, el Prelado, naturalmente, exhortó al hijo a que restituyera el dinero.
Y entonces éste, que no era otro que Francisco Bernardone, respondió: "Señor, con mucho gusto restituiré a mi padre no sólo el dinero que tengo y es suyo, sino también mi vestido, que también le pertenece".
Y, retirándose unos instantes para despojarse de su vestido y joyas, los entrega a su padre, diciendo: "Hasta ahora, llamaba yo mi padre a Pedro Bernardone, pero ahora le devuelvo su oro y todo lo que tengo de él y de hoy en adelante no diré ya padre mío, Pedro Bernardone, sino tan sólo Dios Padre nuestro que estás en el cielo".
La escena terminó con un cordial abrazo tendido al joven por el Obispo. Así entró plenamente Francisco de Asís en los caminos de Dios.
Años antes, recién salido Francisco de la escuela presbiteral de Asís, había sido para su padre un valioso auxiliar en el comercio de telas. Pero pronto se reveló amigo de fiestas y francachelas, derrochador con sus jóvenes amistades. Sin embargo, su honestidad se mantuvo siempre irreprochable.
Alguno de sus biógrafos dice que nunca perdió la gracia santificarte. Era de carácter jovial, soñador, caballeresco. Amaba la vida y el jolgorio; le gustaba vestir con elegancia, comportarse con finura; se mostraba leal con los amigos, generoso hasta la prodigalidad para con ellos y para con los pobres; se distinguía como bullicioso y jaranero en sus diversiones, pero jamás se le pudo tildar de disoluto.
No persistió muy largamente en su distraída conducta. Hacia los veinte años, entra en un período de reflexiones, ocasionadas por diversos percances inesperados. Empieza a meditar sobre la vanidad de la vida que lleva, y empieza Dios a hablarle para conducirlo a su completa transformación.
Unos cinco años difíciles, afligidos por zozobras y titubeos, pero cada día en más ancho cauce para la decisión definitiva y concreta. Cinco años agitados, a través de los cuales van haciéndose patentes las diversas cualidades afectivas y las virtudes de Francisco que harán posible, más tarde, poco más tarde, la realización progresiva y rapidísima de su obra renovadora en el ámbito del mundo cristiano. ¡Cinco años en cuyo decurso la iluminación celeste de su alma es cada vez más esplendorosa!
En este lustro anterior a la iniciación de su Orden -de fecundidad tan enorme- se nos va revelando el Poverello en toda la gama de su alto dinamismo y de su sentimentalidad, que el mundo pudo llamar, de momento, locura.
El apasionado amante de la Pobreza, que sería error, por Cierto pensar que fue la única virtud de la cual actuó en función. El enamorado de la Naturaleza como maravillas de Dios, que habló con embeleso de la hermana agua, del hermano sol, del hermano lobo, de la hermana alondra y predicó a los pájaros... El obseso por Jesucristo, cuya imagen ve en los indigentes, desgraciados y enfermos, especialmente en los leprosos, porque a ellos quiso compararse el divino Salvador por boca de un profeta.
El amor a Jesús fue, en realidad, el alma de todos los nobles sentimientos y excelencias de su espíritu, desde que la gracia fue invadiendo su naturaleza. Y en el indicado quinquenio se acrecienta Él cada día más en el corazón de Francisco y se sensibiliza en franca ruta de aquel lamento que será clásico en sus labios: "¡El Amor no es amado, el Amor no es amado!".
Por esta época, tal sacro amor se manifestaría ya en ciertas formas infantiles, como el relamerse los labios Francisco cada vez que oía pronunciar el nombre de Jesús. Esto hacen creer algunas noticias positivas que del período de referencia daremos enseguida. Y dada su fina sensibilidad piadosa, enemiga de abstracciones, podemos suponer que ya entonces una de sus devociones predilectas sería la consagrada a la santa infancia del Redentor, de la cual dio exuberante manifestación tres años antes de morir, celebrando la fiesta de Navidad de 1226 con la construcción del que puede considerarse el primero de los Nacimientos, Belenes o Pesebres.
¿Recuerdas, lector, el tierno episodio que seguramente habrás oído o leído otras veces?
Dijo el Santo, en Greccio, a un rico hacendado: "Quiero festejar contigo la noche santa de Navidad. Allá en la selva, buscarás lugar apto, a ser posible una gruta en la roca, donde colocarás una cuna cubierta de heno. Será preciso también que haya un buey y un jumento, ni más ni menos que en la cueva de Belén".
Hízose como deseaba. A medianoche un sacerdote celebró Misa sobre el pesebre convertido en altar, para que el divino Niño estuviera presente bajo las sagradas especies, como lo estuvo en Belén.
San Francisco predicó sobre el amor de Jesús a los hombres con tal fervor y unción, que arrancó lágrimas a todos.
Desde entonces quedó establecida en Greccio la costumbre de construir un Belén en Navidad, la cual en breve cundió y se propagó por los países cristianos.
El cambio dado por la juventud de Francisco fue jalonado por un año de prisión en Perusa como consecuencia de la derrota sufrida en un combate contra sus nobles, una enfermedad a continuación, y una convalecencia.. Cuando se había inscrito en las tropas pontificias en guerra contra las del emperador alemán, un accidente le detiene en Spoleto y una voz interior le hace volver a su tierra natal. A cada instante siente más el vacío de aquella vida que ha vivido hasta ahora. Dios le mueve. Multiplica las oraciones y las limosnas. Se siente impelido a experimentar la pobreza del mendicante, y va a Roma para unirse a los mendigos de las rutas de San Pedro. Aún no ha hecho bastante. Le hace falta bajar más hondo en el desprecio de sí mismo, como le revela el Señor en un coloquio...
Una mañana, cabalgando por las afueras de Asís, ve a un pobre leproso y, venciendo su repugnancia natural, besa sus dedos purulentos. La jornada siguiente, para completar su victoria, se presenta en la leprosería y obsequia a todos los leprosos con la espléndida limosna de su beso, lleno de impetuoso amor.
Ya tiene el alma abierta de par en par a los impulsos divinos! Unos días más tarde, está rezando en una ermita casi arruinada, cerca de las murallas; pide al Señor que le haga saber su voluntad, y, en respuesta, el Cristo del viejo crucifijo bizantino abre los labios: "Francisco, ve y reconstruye mi Casa".
De momento, él resuelve reparar aquella iglesia, pero más tarde comprenderá que el Señor se refería a la Iglesia de piedras vivas, que también necesitaban nueva vida. Por causa de la reconstrucción de San Damián, que ésta era aquella ermita, tomó ingenuamente parte de las ricas telas del almacén de su padre para venderlas. De ahí vino el proceso que hemos narrado más arriba.
Renunció a su padre, a sus bienes, entonces, y se desposó con Madonna Pobreza.
Sale del palacio episcopal para inaugurar la nueva vida a la que Dios le enviaba, cubierto con unos harapos... ¡El hábito de los ermitaños aún le parece lujoso! Vive de la mendicidad. Duerme bajo un techo de ramas y sobre el suelo desnudo. Se lanza a predicar.
Pronto su fuego interior se impone a sus conocimientos, que en un principio le habían creído un loco. Un antiguo compañero de sus francachelas, Bernardo de Quintaval, vende también sus abundantes bienes: tierras, casas, muebles y reparte entre los pobres lo obtenido, y decide secundar e imitar la vida de Francisco, reconfortado por el perfume de santidad que emana del mendicante hijo del burgués Bernardone. Luego Cattani, sabio jurista, Egidio... ¡Primicias de las grandes masas que seguirán a Francisco, atraídas por su fuerza espiritual!
Nace una Orden nueva, hermana de la dominicana, e igualmente providencial. Hacía falta, en la cumbre de la Edad Media, el testimonio de unos hombres que fueran a la vez monjes y pobres con toda la propiedad. Pero aquello era tan distinto ¿le lo tradicional que sólo el genio de un Inocencio III y la comprensión del Cardenal Hugolino podían atreverse a elevar la nueva familia al mismo rango de las órdenes más antiguas.
Francisco puso todo su empeño en que la organización práctica de esa gran familia suya no traicionara el ideal de pobreza absoluta, que había sido su razón de ser. El movimiento, que había nacido de su corazón ardiente de amor a Jesús, se desbordaba ya. Se retira a la soledad para dar la última mano a la Regla, donde alentaba lo mejor de su espíritu: devoción a Cristo y a la Iglesia, apostolado misionero, contemplación para alimentar la predicación y, dominándolo todo, pobreza evangélica. La pobreza era la mejor fortuna y el mejor escudo tras el cual la familia por él creada, había de guardar y defender de todo peligro.
Fue en 1212 cuando Clara, una joven de familia rica, le pidió licencia para vestir el sayal franciscano y alojarse con otras en el mísero rincón de San Damián. Así nació la rama franciscana femenina. Para extender el campo de la pobreza a todos los estamentos, funda en 1221 la Tercera Orden, que pronto llega a ser enteramente popular.
Los antiguos biógrafos dan noticia de la venida del Poverello a España. La realizó en 1213-1214. Quería visitar el sepulcro de Santiago y predicar la fe a los moros de Andalucía; quería pasar después al África a proseguir su apostolado entre los musulmanes... Sediento de martirio por Cristo, "ebrio de amor", como dice San Buenaventura, llegó a la Península en los grandes días de las Navas de Tolosa y, al parecer, la cruzó de mar a mar, predicando las dulcedumbres evangélicas. Numerosas tradiciones locales señalan su paso: sobresalen la de Burgos, la de Santiago de Galicia, la de Barcelona, donde, dícese, fue con entusiasmo acogido por los Consellers y el pueblo; la de Vich, en cuyo llano está la fuente llamada de Sant Francesc s'hi moria, cantada por Verdaguer... Los cronistas indican que una inesperada enfermedad le obligó a dejar las tierras españolas y retornar precipitadamente a Italia. Allí le vemos, asistiendo al Concilio ecuménico de Letrán del año 1215, donde estrecha su amistad con Santo Domingo y se dan los dos grandes fundadores el famoso abrazo simbólico, presagiador de la íntima colaboración de las dos más importantes órdenes religiosas de la época en la obra del resurgimiento espiritual de Europa.
Escritores eminentes han ensalzado la influencia que el paso del Serafín de Asís por nuestra Patria tuvo, sin duda, en la espiritualidad hispánica. Un remozamiento de ella diríase que arranca de su venida. "El espíritu del grande amador -dice Blanca de los Ríos en su obra sobre San Francisco- encarnó en el corazón de llamas de Ramón Llull, primer brote del franciscanismo en España". De ese franciscanismo que, según dijo magníficamente Vázquez de Mella, "es un injerto sobrenatural en nuestro país". De ese franciscanismo que invade desde aquellos siglos gloriosos toda nuestra vida espiritual y artística, adaptándose a los diversos matices síquicos de las comarcas y regiones.
Intentó tres veces evangelizar a los musulmanes. A la tercera, lo consigue y, a la vez, realiza el soñado anhelo de la peregrinación a Tierra Santa, donde pudo besar la tierra que Jesús había regado con su sangre. De vuelta a Italia, con los ojos enfermos y el cuerpo agotado por tantas penalidades, pone punto final a la composición de la Regla y se encierra en el silencio preparatorio de la muerte.
Se retira al monte de La Verna, donde se entrega a la meditación de la Pasión del Maestro. Le suplica que le haga sentir en su carne los mismos dolores. Entonces tiene lugar la suprema correspondencia del amor de Dios. Se le aparece Jesucristo en forma de serafín y lo identifica humanamente consigo imprimiéndole sus cinco llagas, que serán la sangrante manifestación de la llama interior que le consume en Amor divino. Con el corazón desbordante de gozo, el 30 de septiembre, baja a Porciúncula para morir en su miserable camastro, importunado por los mosquitos, casi completamente ciego. Allí compone el "Himno al Sol", expresión definitiva de su amor teologal a toda la naturaleza, que le distinguió durante toda su vida. Sus juveniles sueños, en que se veía a sí mismo como el mejor de los trovadores, habían sido realizados.
El viernes 3 de octubre, se extinguió dulcemente, cantando el salmo 141: "A Ti clamo, Señor; Tú eres mi heredad en la tierra de los vivientes, líbrame de la prisión para que cante tu Nombre". Y sus hijos se unen a su canto celestial, que ha atraído a tantos hombres a Jesucristo y a su Iglesia.