jueves, diciembre 14, 2006

San Francisco de Asis

Nacido en Asís hacia 1182, hijo de un mercader de telas y de madre muy piadosa. A los veinticinco años, su vida algo irreflexiva da un giro, motivada por sus reflexiones durante un año de prisión en Perusa y la larga convalecencia de una enfermedad grave. En 1209 nace la Orden franciscana, al aprobar el Papa Inocencio III la austerísima Regla propuesta por Francisco y sus compañeros, inspirada estrictamente en el Evangelio. Las gentes se le entregan. En 1212 funda con Santa Clara la rama femenina de las clarisas. En 1221 instituye la Orden Tercera. Muere en Asís, junto a su Capilla de la Porciúncula, al atardecer del 3 de octubre de 1226. - Fiesta: 4 de octubre. Misa propia.

Un día de abril de 1207, tenía lugar un extraño proceso en el Palacio episcopal de Asís. El Obispo había de juzgar a un muchacho de unos veinticinco años, acusado por su padre de haberle "robado" una crecida cantidad de dinero. Ante el hecho, confesado con toda espontaneidad, el Prelado, naturalmente, exhortó al hijo a que restituyera el dinero.

Y entonces éste, que no era otro que Francisco Bernardone, respondió: "Señor, con mucho gusto restituiré a mi padre no sólo el dinero que tengo y es suyo, sino también mi vestido, que también le pertenece".

Y, retirándose unos instantes para despojarse de su vestido y joyas, los entrega a su padre, diciendo: "Hasta ahora, llamaba yo mi padre a Pedro Bernardone, pero ahora le devuelvo su oro y todo lo que tengo de él y de hoy en adelante no diré ya padre mío, Pedro Bernardone, sino tan sólo Dios Padre nuestro que estás en el cielo".

La escena terminó con un cordial abrazo tendido al joven por el Obispo. Así entró plenamente Francisco de Asís en los caminos de Dios.

Años antes, recién salido Francisco de la escuela presbiteral de Asís, había sido para su padre un valioso auxiliar en el comercio de telas. Pero pronto se reveló amigo de fiestas y francachelas, derrochador con sus jóvenes amistades. Sin embargo, su honestidad se mantuvo siempre irreprochable.

Alguno de sus biógrafos dice que nunca perdió la gracia santificarte. Era de carácter jovial, soñador, caballeresco. Amaba la vida y el jolgorio; le gustaba vestir con elegancia, comportarse con finura; se mostraba leal con los amigos, generoso hasta la prodigalidad para con ellos y para con los pobres; se distinguía como bullicioso y jaranero en sus diversiones, pero jamás se le pudo tildar de disoluto.

No persistió muy largamente en su distraída conducta. Hacia los veinte años, entra en un período de reflexiones, ocasionadas por diversos percances inesperados. Empieza a meditar sobre la vanidad de la vida que lleva, y empieza Dios a hablarle para conducirlo a su completa transformación.

Unos cinco años difíciles, afligidos por zozobras y titubeos, pero cada día en más ancho cauce para la decisión definitiva y concreta. Cinco años agitados, a través de los cuales van haciéndose patentes las diversas cualidades afectivas y las virtudes de Francisco que harán posible, más tarde, poco más tarde, la realización progresiva y rapidísima de su obra renovadora en el ámbito del mundo cristiano. ¡Cinco años en cuyo decurso la iluminación celeste de su alma es cada vez más esplendorosa!

En este lustro anterior a la iniciación de su Orden -de fecundidad tan enorme- se nos va revelando el Poverello en toda la gama de su alto dinamismo y de su sentimentalidad, que el mundo pudo llamar, de momento, locura.

El apasionado amante de la Pobreza, que sería error, por Cierto pensar que fue la única virtud de la cual actuó en función. El enamorado de la Naturaleza como maravillas de Dios, que habló con embeleso de la hermana agua, del hermano sol, del hermano lobo, de la hermana alondra y predicó a los pájaros... El obseso por Jesucristo, cuya imagen ve en los indigentes, desgraciados y enfermos, especialmente en los leprosos, porque a ellos quiso compararse el divino Salvador por boca de un profeta.

El amor a Jesús fue, en realidad, el alma de todos los nobles sentimientos y excelencias de su espíritu, desde que la gracia fue invadiendo su naturaleza. Y en el indicado quinquenio se acrecienta Él cada día más en el corazón de Francisco y se sensibiliza en franca ruta de aquel lamento que será clásico en sus labios: "¡El Amor no es amado, el Amor no es amado!".

Por esta época, tal sacro amor se manifestaría ya en ciertas formas infantiles, como el relamerse los labios Francisco cada vez que oía pronunciar el nombre de Jesús. Esto hacen creer algunas noticias positivas que del período de referencia daremos enseguida. Y dada su fina sensibilidad piadosa, enemiga de abstracciones, podemos suponer que ya entonces una de sus devociones predilectas sería la consagrada a la santa infancia del Redentor, de la cual dio exuberante manifestación tres años antes de morir, celebrando la fiesta de Navidad de 1226 con la construcción del que puede considerarse el primero de los Nacimientos, Belenes o Pesebres.

¿Recuerdas, lector, el tierno episodio que seguramente habrás oído o leído otras veces?

Dijo el Santo, en Greccio, a un rico hacendado: "Quiero festejar contigo la noche santa de Navidad. Allá en la selva, buscarás lugar apto, a ser posible una gruta en la roca, donde colocarás una cuna cubierta de heno. Será preciso también que haya un buey y un jumento, ni más ni menos que en la cueva de Belén".

Hízose como deseaba. A medianoche un sacerdote celebró Misa sobre el pesebre convertido en altar, para que el divino Niño estuviera presente bajo las sagradas especies, como lo estuvo en Belén.

San Francisco predicó sobre el amor de Jesús a los hombres con tal fervor y unción, que arrancó lágrimas a todos.

Desde entonces quedó establecida en Greccio la costumbre de construir un Belén en Navidad, la cual en breve cundió y se propagó por los países cristianos.

El cambio dado por la juventud de Francisco fue jalonado por un año de prisión en Perusa como consecuencia de la derrota sufrida en un combate contra sus nobles, una enfermedad a continuación, y una convalecencia.. Cuando se había inscrito en las tropas pontificias en guerra contra las del emperador alemán, un accidente le detiene en Spoleto y una voz interior le hace volver a su tierra natal. A cada instante siente más el vacío de aquella vida que ha vivido hasta ahora. Dios le mueve. Multiplica las oraciones y las limosnas. Se siente impelido a experimentar la pobreza del mendicante, y va a Roma para unirse a los mendigos de las rutas de San Pedro. Aún no ha hecho bastante. Le hace falta bajar más hondo en el desprecio de sí mismo, como le revela el Señor en un coloquio...

Una mañana, cabalgando por las afueras de Asís, ve a un pobre leproso y, venciendo su repugnancia natural, besa sus dedos purulentos. La jornada siguiente, para completar su victoria, se presenta en la leprosería y obsequia a todos los leprosos con la espléndida limosna de su beso, lleno de impetuoso amor.

Ya tiene el alma abierta de par en par a los impulsos divinos! Unos días más tarde, está rezando en una ermita casi arruinada, cerca de las murallas; pide al Señor que le haga saber su voluntad, y, en respuesta, el Cristo del viejo crucifijo bizantino abre los labios: "Francisco, ve y reconstruye mi Casa".

De momento, él resuelve reparar aquella iglesia, pero más tarde comprenderá que el Señor se refería a la Iglesia de piedras vivas, que también necesitaban nueva vida. Por causa de la reconstrucción de San Damián, que ésta era aquella ermita, tomó ingenuamente parte de las ricas telas del almacén de su padre para venderlas. De ahí vino el proceso que hemos narrado más arriba.

Renunció a su padre, a sus bienes, entonces, y se desposó con Madonna Pobreza.

Sale del palacio episcopal para inaugurar la nueva vida a la que Dios le enviaba, cubierto con unos harapos... ¡El hábito de los ermitaños aún le parece lujoso! Vive de la mendicidad. Duerme bajo un techo de ramas y sobre el suelo desnudo. Se lanza a predicar.

Pronto su fuego interior se impone a sus conocimientos, que en un principio le habían creído un loco. Un antiguo compañero de sus francachelas, Bernardo de Quintaval, vende también sus abundantes bienes: tierras, casas, muebles y reparte entre los pobres lo obtenido, y decide secundar e imitar la vida de Francisco, reconfortado por el perfume de santidad que emana del mendicante hijo del burgués Bernardone. Luego Cattani, sabio jurista, Egidio... ¡Primicias de las grandes masas que seguirán a Francisco, atraídas por su fuerza espiritual!

Nace una Orden nueva, hermana de la dominicana, e igualmente providencial. Hacía falta, en la cumbre de la Edad Media, el testimonio de unos hombres que fueran a la vez monjes y pobres con toda la propiedad. Pero aquello era tan distinto ¿le lo tradicional que sólo el genio de un Inocencio III y la comprensión del Cardenal Hugolino podían atreverse a elevar la nueva familia al mismo rango de las órdenes más antiguas.

Francisco puso todo su empeño en que la organización práctica de esa gran familia suya no traicionara el ideal de pobreza absoluta, que había sido su razón de ser. El movimiento, que había nacido de su corazón ardiente de amor a Jesús, se desbordaba ya. Se retira a la soledad para dar la última mano a la Regla, donde alentaba lo mejor de su espíritu: devoción a Cristo y a la Iglesia, apostolado misionero, contemplación para alimentar la predicación y, dominándolo todo, pobreza evangélica. La pobreza era la mejor fortuna y el mejor escudo tras el cual la familia por él creada, había de guardar y defender de todo peligro.

Fue en 1212 cuando Clara, una joven de familia rica, le pidió licencia para vestir el sayal franciscano y alojarse con otras en el mísero rincón de San Damián. Así nació la rama franciscana femenina. Para extender el campo de la pobreza a todos los estamentos, funda en 1221 la Tercera Orden, que pronto llega a ser enteramente popular.

Los antiguos biógrafos dan noticia de la venida del Poverello a España. La realizó en 1213-1214. Quería visitar el sepulcro de Santiago y predicar la fe a los moros de Andalucía; quería pasar después al África a proseguir su apostolado entre los musulmanes... Sediento de martirio por Cristo, "ebrio de amor", como dice San Buenaventura, llegó a la Península en los grandes días de las Navas de Tolosa y, al parecer, la cruzó de mar a mar, predicando las dulcedumbres evangélicas. Numerosas tradiciones locales señalan su paso: sobresalen la de Burgos, la de Santiago de Galicia, la de Barcelona, donde, dícese, fue con entusiasmo acogido por los Consellers y el pueblo; la de Vich, en cuyo llano está la fuente llamada de Sant Francesc s'hi moria, cantada por Verdaguer... Los cronistas indican que una inesperada enfermedad le obligó a dejar las tierras españolas y retornar precipitadamente a Italia. Allí le vemos, asistiendo al Concilio ecuménico de Letrán del año 1215, donde estrecha su amistad con Santo Domingo y se dan los dos grandes fundadores el famoso abrazo simbólico, presagiador de la íntima colaboración de las dos más importantes órdenes religiosas de la época en la obra del resurgimiento espiritual de Europa.

Escritores eminentes han ensalzado la influencia que el paso del Serafín de Asís por nuestra Patria tuvo, sin duda, en la espiritualidad hispánica. Un remozamiento de ella diríase que arranca de su venida. "El espíritu del grande amador -dice Blanca de los Ríos en su obra sobre San Francisco- encarnó en el corazón de llamas de Ramón Llull, primer brote del franciscanismo en España". De ese franciscanismo que, según dijo magníficamente Vázquez de Mella, "es un injerto sobrenatural en nuestro país". De ese franciscanismo que invade desde aquellos siglos gloriosos toda nuestra vida espiritual y artística, adaptándose a los diversos matices síquicos de las comarcas y regiones.

Intentó tres veces evangelizar a los musulmanes. A la tercera, lo consigue y, a la vez, realiza el soñado anhelo de la peregrinación a Tierra Santa, donde pudo besar la tierra que Jesús había regado con su sangre. De vuelta a Italia, con los ojos enfermos y el cuerpo agotado por tantas penalidades, pone punto final a la composición de la Regla y se encierra en el silencio preparatorio de la muerte.

Se retira al monte de La Verna, donde se entrega a la meditación de la Pasión del Maestro. Le suplica que le haga sentir en su carne los mismos dolores. Entonces tiene lugar la suprema correspondencia del amor de Dios. Se le aparece Jesucristo en forma de serafín y lo identifica humanamente consigo imprimiéndole sus cinco llagas, que serán la sangrante manifestación de la llama interior que le consume en Amor divino. Con el corazón desbordante de gozo, el 30 de septiembre, baja a Porciúncula para morir en su miserable camastro, importunado por los mosquitos, casi completamente ciego. Allí compone el "Himno al Sol", expresión definitiva de su amor teologal a toda la naturaleza, que le distinguió durante toda su vida. Sus juveniles sueños, en que se veía a sí mismo como el mejor de los trovadores, habían sido realizados.

El viernes 3 de octubre, se extinguió dulcemente, cantando el salmo 141: "A Ti clamo, Señor; Tú eres mi heredad en la tierra de los vivientes, líbrame de la prisión para que cante tu Nombre". Y sus hijos se unen a su canto celestial, que ha atraído a tantos hombres a Jesucristo y a su Iglesia.


José Gros y Raguer

viernes, noviembre 03, 2006

San Francisco de Borja

3 OCTUBRE

SAN FRANCISCO DE BORJA

San Francisco de Borja, ejemplo de desprecio de las grandezas del mundo, de la humildad más profunda y del espíritu de oración y penitencia, era hijo de una de las familias más nobles de aquel tiempo. Por su padre, tercer duque de Gandia, descendía de los Borja, a los que pertenecían los papas Calixto III (1455-1458) y Alejandro VI (1492,1503) y que tanto se distinguía entonces en España y en Italia. Por su madre pertenecía a la familia de don Fernando de Aragón. Sin embargo, con su santidad de vida quiso Dios que reparara las inmoralidades que, tanto por parte de su padre como de su madre habían contribuido a darle la vida.

Nació, pues, en Gandía, provincia de Valencia, el 10 de octubre de 1510, y, aunque educado en medio del regalo, ya de niño se entretenía jugando a celebrar misa; pero bien pronto tuvo que abandonar estos juegos, dedicándose de lleno a los deportes caballerescos, en los que salió particularmente adiestrado. Al mismo tiempo recibió una formación literaria acomodada a su estado y sobresalió en el culto y gusto por la música.

Contando dieciocho años de edad, y siendo ya un joven aventajado en las costumbres caballerescas de su tiempo, es presentado en la corte de Castilla. Carlos V y su esposa Isabel de Portugal se complacían en la destreza y buenas maneras de Francisco; pues, a diferencia de tantos otros cortesanos, elegantes por fuera, mas corrompidos en su interior, daba claras muestras del candor e inocencia de su alma. Por esto, ya en 1529, creado marqués de Lombay, se desposó con la camarera favorita de la emperatriz, la portuguesa Leonor de Castro, modelo de elegancia y de recato, y fue colmado de cargos y distinciones

Carlos V concede a Francisco la más absoluta confianza. De este modo el novel caballero se hace íntimo amigo del joven príncipe Felipe II. Más aún: entra en la intimidad de la emperatriz Isabel, de la que le encarga expresamente el emperador durante sus frecuentes ausencias. En los ratos libres gusta de leer a San Pablo, el Evangelio y las homilías de San Juan Crisóstomo. Da a Carlos V lecciones sobre cosmografía y otras materias. Compone algunas obras de música religiosa, que alcanzaron bastante resonancia, si bien sólo se nos han conservado algunos motetes y una misa. Su vida, ordenada y tranquila, constituye el ideal de un cortesano cristiano que goza de la más completa confianza de sus señores. Para colmo de felicidad, Dios ha bendecido su matrimonio, y en 1538 nace en Toledo su octavo hijo.

Pero el año 1539 introduce en su vida un elemento de desengaño y desilusión. La ocasión fue la inesperada muerte de la emperatriz Isabel en la flor de los años y en la plenitud de la grandeza humana. Si el dolor por la muerte de la emperatriz Isabel sume a Carlos V en un estado vecino a la desesperación, produce igualmente en Francisco de Borja una tristeza que le quita el gusto para todo.

Encargado por el emperador, tuvo que acompañar al féretro hasta Granada en unión con un buen número de prelados y grandes del reino, con el fin de depositar a la emperatriz en el sepulcro de los reyes. El entierro tuvo lugar el 17 de mayo; pero, al echar su última mirada al rostro de aquella mujer, dechado en otro tiempo de encanto y belleza humana, experimentó Francisco una profundísima sensación de la vanidad de las grandezas de este mundo, y desde aquel momento se propuso vivir con el corazón separado por entero de ellas y puesto sólo en Dios.

Sin embargo, Dios tenía sobre él, por el momento, otros designios. Precisamente entonces, el 26 de junio de 1539, Carlos V nombró a Francisco de Borja virrey de Cataluña, cuya capital era Barcelona. Francisco desempeñó este importante cargo con admirable acierto. Acabó con el desorden y organizó en tal forma la seguridad en todo el territorio que su gobierno llegó a ser proverbial. Pero, en realidad, se sentía completamente transformado y era otro hombre. Dedicábase mucho más a la oración, según se lo permitían las obligaciones de su cargo y de su familia. Al morir su padre en 1543, Francisco, heredero de su título de duque de Gandía, obtuvo el permiso para retirarse allá con su familia, y durante los tres años siguientes se entregó de lleno al trabajo de ordenar sus propios estados y realizar en Gandía y en Lombay diversas obras de piedad y beneficencia.

Esta vida tranquila y ordenada fue interrumpida en 1546 por la muerte inesperada de su esposa, Leonor de Castro, cuando Francisco se encontraba en la flor de la vida, contando treinta y seis años de edad. Esta circunstancia colocaba al santo duque en una situación completamente nueva. Aunque hasta aquí había sido modelo de esposos durante los diecisiete años que había vivido en la más completa compenetración con doña Leonor, y aunque estaba dispuesto a cumplir, como buen padre, las obligaciones que tenía con los ocho hijos que Dios le había dado de su cristiano matrimonio, pensó inmediatamente en la realización de su plan de renunciar a todas las dignidades y grandezas del mundo y entregarse al servicio de Dios.

Ahora bien, ¿como debía realizar este ideal, que entonces más vivamente que nunca se ofrecía a su espíritu, dispuesto a los mayores sacrificios? Dios mismo, durante los años anteriores, había ido ilustrando su inteligencia y preparando su corazón para que en tan críticos y decisivos momentos pudiera tomar una decisión conforme con sus designios. En efecto, ya durante su virreinato en Cataluña había tratado en Barcelona al padre Araoz, y sobre todo al Beato Fabro, primer compañero de San Ignacio de Loyola, y por su medio había conocido a este santo, por el cual y por la Orden por él fundada experimentó desde entonces una sirmpatía extraordinaria. Por esto, al establecerse poco después en Gandía, preparó inmediatamente la fundación de un colegio de la Compañía de Jesús, que pudo abrirse el 16 de noviembre de 1546.

Pues bien; en los momentos críticos en que se encontraba Francisco después de la muerte de su esposa presentóse en Gandía el padre Pedro Fabro, y, después de una larga conversación con él y hechos los ejercicios espirituales, pronunció el voto de entrar en la Compañía de Jesús. Poco días después volvía Fabro a Roma y entregaba a San Igracio un escrito del duque de Gandia, en el que éste le pedía formalmente su admisión en la Compañía de Jesús. San Ignacio ratificó su voto, admitiéndolo oficialmente en la Orden; pero en la carta que a continuación le escribió le decía estas palabras: "El mundo no tiene orejas para oír tal estampido", por lo cual añadía que conservase en secreto su propósito mientras arreglaba los asuntos domésticos y procuraba sacar el grado de doctor en teología.

Francisco siguió al pie de la letra el consejo de Ignacio; pero bien pronto se vió en un grande aprieto, pues fue requerido instantemente para asistir a las Cortes de Aragón. Para evitar estas dificultades obtuvo San Ignacio del papa Paulo II dispensa especial para Francisco de Borja, y, conforme a ella, el 2 de febrero de 1548 hizo el duque la profesión solemne en la Compañía de Jesús, mientras permanecía algún tiempo en medio del mundo en traje secular.

Arregladas, pues, las cosas de su casa, casados convenientemente sus hijos y obtenido la borla de doctor en teología, el 31 de,agosto de 1550 daba el adiós definitivo al mundo y se dirigía a Roma, acompañado de su hijo mayor y un gran séquito de la nobleza. En la Ciudad Eterna fue acogido con grande aparato por los representantes del Papa, del emperador y de las más significadas personalidades; pero bien pronto se hizo pública, ante el estupor de todo el mundo, su determinación de vestir la sotana de la Compañía de Jesús, y, en efecto, dejando los suntuosos palacios que todos le ofrecían, se retiró a la pequeña residencia de los jesuitas, cerca de Santa María de la Estrada. De extraordinario fruto para su alma, hambrienta de Dios y de perfección, fueron las largas conversaciones que tuvo entonces durante cuatro meses con Ignacio de Loyola, tan consumado maestro de la vida espiritual. Por esto decía el Santo después de ellas que Ignacio se le representaba como un gigante, al lado del cual todos los demás, incluyendo al mismo Fabro, eran como unos niños.

Preparado Francisco de este modo, y bien orientado para la nueva vida que iba a emprender, salió el 4 de febrero de 1551 de Roma en dirección a España, donde se retiró algún tiempo en Oñate, cerca de Loyola, con el fin de prepararse convenientemente para recibir las órdenes sacerdotales. Habiendo, pues, recibido el permiso del emperador, realizó aquí la renuncia a sus estados en su hijo Carlos, hízose luego rapar la cabeza y cortar las barbas, y se puso definitivamente la sotana de la Compañía de Jesús, después de lo cual fue ordenado sacerdote el 23 de mayo de 1551. Movido por la gran veneración y afecto que profesaba a San Ignacio, quiso celebrar en privado su primera misa en la capilla del castillo de Loyola, pero luego celebró otra con gran solemnidad en Vergara, para la cual el Papa habia concedido indulgencia plenaria. Y fue tal la aglomeración de público, calculado en unas veinte mil personas, que se hizo necesario celebrarla al aire libre. Tal era, en efecto, la resonancia que había alcanzado la renuncia del duque de Gandía, que todo el mundo deseaba contemplar con sus propios ojos al duque jesuita, al duque santo.

Y con esto comienza la nueva etapa, fecundísima y definitiva, de San Francisco de Borja. Los tres años siquientes significan en él la práctica y ejercicio de la renuncia que acababa de realizar. Desde un principio fue para todos, superiores y súbditos, el más perfecto modelo de humildad y de todas las virtudes. Entregóse con toda su alma a los más bajos oficios de barrer, limpiar, acarrear Ieña y ayudar en la cocina. Por otra parte, comprendiendo Ignacio, con certera visión, el inmenso fruto que podría hacer Borja con su ejemplo, no quiso asignarle ninguna casa como residencia y le dió la orden de ir por diversas ciudades del Norte predicando al pueblo y dando algunas misiones. Francisco siguió esta indicación de la obediencia y, en efecto, su predicación obtuvo durante este tiempo un efecto extraordinario. Grandes muchedumbres acudían en todas partes a escuchar sus ardientes exhortaciones, y, ante el ejemplo viviente de su renuncia a todas las grandezas del mundo y de las heroicas virtudes que ejercitaba se resolvieron muchísimos a realizar, a su vez, un cambio de vida. Por esto no es de sorprender que fuera designado al poco tiempo como apóstol de Guipúzcoa.

Después de este aprendizaje de la vida religiosa entra Francisco de Borja en un segundo estadio de la misma. En efecto, conociendo Ignacio, por otra parte, Ias dotes de gobierno de Francisco, de las que tan claras pruebas habia dado en el virreinato de Cataluña y en la administración de sus estados, y, por otra, la necesidad que tenía la Compañía de Jesús en España de un hombre de gran prestigio que la acreditara e introdujera entre los círculos de la más elevada sociedad, nombró a Francisco, en 1554, comisario general, con autoridad superior para toda España y Portugal, que más adelante extendió a todos los dominios de la Península en Ultramar. Para el humilde Borja, que, después de renunciar a todas las grandezas, no deseaba otra cosa que ponerse a los pies de todos y predicar humildemente a Cristo en todas partes, este cargo significaba la mayor contrariedad y mortificación; mas, con la sumisión que sentía hacia San Ignacio, se abrazó desde el principio con la cruz que la obediencia le imponía. De lo pesada que fue para él esta cruz es buen indicio lo que, diez años después, escribía: "Diez de junio. Hoy, décimo aniversario de la cruz que me impusieron en Tordesillas".

Mas, por otra parte, sus dotes de hombre fuerte, rectilineo, ordenado, emprendedor, que se captaba las simpatías de todos y dominaba fácilmente con la superioridad de su persona: y juntamente el prestigio de que gozaba en todas partes y el ascendiente que le daba el sublime heroísmo de su renuncia y de todas sus virtudes religiosas, todo esto fue produciendo en todas partes un efecto arrollador. Por esto puede decirse que Francisco de Borja fue prácticamente el verdadero fundador de la Compañía de Jesús en España. Su intensa acción en los viajes, realizados entre España y Portugal, dió como resultado el rápido florecimiento de la Compañía de Jesús en España. En las principales ciudades se solicitaba a la Orden para que se hiciera alguna fundación. A los siete años se habia duplicado el numero de colegios y de miembros de la Orden.

Sin embargo, como sucedió a San Ignacio y sucede siempre a los grandes apóstoles, no pudo faltar la contradicción.

Los prejuicios o celos de algunas personas contra él fueron alimentando cierto ambiente desfavorable. Es cierto que Borja tuvo algunas intervenciones notables entre los elementos más elevados. Así, asistió en 1555 en los últimos momentos a la reina doña Juana la Loca, y al año siguiente visitó a Carlos V en su retiro de Yuste, adonde acudió algunas veces durante los dos años siguientes, y, aunque no pudo asistir a la muerte del emperador en 1558, hizo poco después su elogio fúnebre en Valladolid. Pero, esto no obstante, llegó a tal extremo en este mismo año la animosidad contra el Santo, que el padre general, Diego Lainez, se sint;ó obligado a hacerle ir a Roma, como lo realizó en agosto de 1558.

Esta tempestad duró todavía algún tiempo. Al volver a España Felipe II en 1559, influido por algunos enemigos del Santo, mostró alguna frialdad contra su antiguo amigo de la infancia. Por esto, en inteligencia con el general de la Orden, pasó Francisco los años 1559 y 1560 en Portugal, donde realizó un importante trabajo de estabilización y reajuste de la Compañía de Jesús, y finalmente, en agosto de 1561, fué llamado a Roma por el padre Laínez a instancias del papa Pío IV (1559-1565). En Roma fué acogido con el mayor afecto, y durante algún tiempo permaneció allí al lado del padre general, Diego Laínez. Ante todo, dedicóse a la predicación, y consta que entre sus mas asiduos oyentes contaba al cardenal San Carlos Borromeo y al cardenal Ghisleri, el futuro papa San Pío V. Pero bien pronto comenzó a utilizarlo el padre Laínez en asuntos de gobierno, que prepararon poco a poco a Francisco para el cargo de general de la Orden, para el que la Providencia lo destinaba. Más aún: Cuando, en 1562, el general Laínez tuvo que partir para Trento en calidad de teólogo pontificio, donde permaneció hasta el final del concilio en diciembre de 1563, nombró a Francisco de Borja vicario general de la Compañía de Jesús. Finalmente, al fallecer Laínez en 1565, Francisco fue elegido para sucederle en la dirección general de la Orden.

Ahora bien, durante los siete años en que Francisco de Borja gobernó como general a la Compañía de Jesús podemos afirmar que cumplió plenamente su cometido, contribuyendo de tal manera al perfeccionamiento y crecimiento de la Orden que con razón puede ser considerado como su segundo fundador. Sus dotes de hombre de gobierno, sus conocimientos y amistades con los principales hombres de Estado y dirigentes de su tiempo, el prestigio de que en todas partes disfrutaba, y, junto con esto, su espíritu de trabajo y sacrificio y las heroicas virtudes que ejercitaba, todo esto contribuía a dar una eficacia decisiva a todas las obras y trabajos que emprendía.

Su actuación como general de la Compañía de Jesús se extendió realmente a todos los campos de su actividad, y en todos ellos dejó bien marcada la huella de su eficacia, sirviendo de complemento de la obra de Ignacio. Uno de sus primeros cuidados fue organizar un movimiento en toda forma en Roma, y, tras él, otros semejantes en otras partes. De este modo dió la forma dcfinitiva a los noviciados. Por otra parte, convencido de que, para asegurar el espíritu religioso, era necesario infundir y practicar el espíritu de oración, procuró fomentarlo en todas las formas posibles y señaló una hora para la oración diaria, así como también el tiempo destinado a las demás prácticas de piedad.

Francisco de Borja fue asimismo organizador y promotor de los estudios. Al ir por vez primera a Roma, quince años antes, había mostrado sumo interés por la fundación del Colegio Romano, proyectado por San Ignacio, y con la limosna que entonces dió puede ser considerado como su primer fundador. Como general, contribuyó eficazmente a su organización definitiva, que le confirmó en aquel título. Además, construyó la iglesia de San Andrés del Quirinal, donde habían de distinguirse novicios tan insignes como San Estanislao y San Luis Gonzaga, y asimismo comenzó la del Gesu.

De gran eficacia fué la labor de San Francisco de Borja en la propagación de la Compañía de Jesús y la extensión de su actividad en todo el mundo. Empleó el influjo que tenía en la corte francesa para obtener una acogida más favorable a los jesuitas en Francia, donde se fundaron en su tiempo ocho colegios. De un modo semejante se fundaron tres en Alemania, cuatro en Italia, once en España y otros varios en diversas partes de Europa. Pero su predilección se manifestó por las misiones. Por esto dió nuevo impulso y reorganizó las del Lejano Oriente y comenzó nuevas empresas en América, constituyendo las provincias de Méjico y Perú, y sobre todo la del Brasil. Su actividad se extendió a otros campos. Así, publicó una nueva edición de las reglas, terminada en 1567, y protegió constantemente a los escritores que comenzaban a dar gran renombre a la nueva Orden.

Pero, aun en el campo de la Iglesia universal, tuvo Francisco un influjo extraordinario. Al lado de San Pío V y de San Carlos Borroneo, puede ser considerado como uno de los grandes promotores de la renovación católica. En 1568 él fue quien movió a San Pío V, con quien tenía gran ascendiente, para que nombrara una comisión de cardenales encargada de promover la conversión de los herejes e infieles.

En estas circunstancias, en junio de 1571, Pío V envió al cardenal Bonelli a una embajada a España, Portugal y Francia, y suplicó a Borja que le acompañara. De hecho, no se obtuvo con ella gran cosa en los preparativos de una liga contra los turcos; pero mostró el gran prestigio y la eximia virtud de Francisco. En todas partes acudían a su encuentro las turbas, ávidas de contemplar a un santo. Olvidados los antiguos prejuicios, el mismo Felige II le recibió con muestras visibles de satisfacción. Pero su salud ya quebrantada, se resintió notablemente con las fatigas del viaje. La vuelta a Italia se fue haciendo cada vez más fatigosa. Pasó el verano de 1572 en Ferrara, donde su primo, el duque Alfonso, trató de rehacerlo; pero al fin lo tuvo que llevar a Roma en litera. El 3 de septiembre llegó a Loreto, donde descansó ocho días, y finalmente llegó a Roma el 23; pero, después de unos días de fatigosa enfermedad, en la que dió los más sublimes ejemplos de piedad, humildad y paciencia, descansó en el Señor durante la noche del 30 de septiembre al 1 de octubre de 1572.

De este modo se nos presenta la figura de San Francisco de Borja como uno de los santos más sublimes y atractivos de la Iglesia: como ejemplo precioso de la más profunda humildad y desprecio de las vanidades del mundo, y juntamente como el hombre providencial en la constitución definitiva de la Compañía de Jesús. En 1617 sus restos mortales fueron trasladados a Madrid, donde se conservaron con gran veneración hasta 1931, en que, en el incendio de la iglesia de la Compañía de Jesús, desaparecieron casi por completo. Lo poco que pudo salvarse entre las cenizas se conserva todavía en la actualidad.

BERNARDINO LLORCA, S. I.